El ciego Bartimeo (confianza)

Por: Padre Nicolás Schwizer | Fuente: Homilías del Padre Nicolás Schwizer

La frase central del Evangelio que relata en encuentro de Bartimeo con Jesús, es sin duda ésta: “Anda, tu fe te ha salvado”. Porque lo más admirable de aquel ciego es su fe, su confianza inmensa. Él no creerá porque es curado, sino que es curado porque cree.

Seguramente ha oído hablar de Jesús y se ha enterado que va a pasar por aquel camino. Mientras pide limosna a los peregrinos que suben a Jerusalén, este pobre ciego pone toda su confianza en el que ha de venir: el Mesías.

Y cuando se da cuenta de que se acerca Jesús, se pone a gritarle con todas sus fuerzas. Le llama Hijo de David, que era el título con el que el pueblo designaba al Mesías prometido. De este Mesías se esperaba, entre otras promesas, que curara a los ciegos: de ahí la gran confianza de Bartimeo.

Y no se deja desanimar por los demás que le quieren hacer callar, porque sabe que ésta es su gran y tal vez única oportunidad. Grita con más fuerza. Y entonces Jesús le oye y lo manda llamar. Bartimeo, aumentada su confianza, se pone de unos saltos delante del Señor.

La pregunta de Jesús le ofrece la ocasión de expresar claramente cuál es su deseo y cuánta su confianza: pide y espera nada menos que el milagro de su curación. Y el Señor no decepciona su confianza devolviéndole la vista. Entonces Bartimeo da el paso siguiente que exige la fe auténtica en Cristo: le sigue por el camino.

Dios da su gracia a los que tienen fe y confianza. Una verdadera fe es la condición que Jesús exige siempre antes de realizar un milagro. Muchas veces en el Evangelio, el Señor rehusa los milagros que le piden. Es algo que experimentamos también nosotros: cuantas veces nuestras oraciones parecen estériles.

Incluso la Sma. Virgen, en las bodas de Caná, obtiene al principio una negativa: “Mi hora aún no ha llegado”. Pero María no se desanima como nosotros. Se queda esperando, con una confianza absoluta: “Haced lo que Él les diga”.

Jesús acaba escuchando siempre a los que insisten con una fe profunda, con una confianza total. Y así pasa también en el Evangelio de hoy: “Anda, tu fe te ha salvado”.

También nosotros deberíamos llegar a ser héroes de la confianza. Sin esta confianza hoy es imposible permanecer firme y victorioso, es imposible vencer el temor, la inseguridad, el descobijamiento. “Quien tiene confianza, lo posee todo”, solía decir el Padre José Kentenich, fundador del Movimiento Apostólico de Schoenstatt.

Debemos tener una confianza inquebrantable en el Padre Dios: en su poder de Padre, en su bondad de Padre, en su fidelidad de Padre.
Lo que el niño presupone de su papá, nosotros lo reconocemos en Dios, nuestro Padre. Todo cuanto Él prevé y realiza, es siempre expresión de su amor paternal. Por eso, si Dios está con nosotros, no podemos tener miedo. Es más fuerte siempre aquel que tiene a Dios por aliado.

Y entonces nos exhorta el Padre Kentenich: “Nuestra preocupación más grande debería ser, estar despreocupado en cada momento, no por negligencia, sino porque confiamos en Dios”.

Dios Padre también puede hacer duras exigencias a sus hijos. Pero siempre tenemos que estar convencidos de que Él nos ama, aún cuando no lo comprendemos. ¿Habrá un amor paternal mayor que aquel que asemeja a sus hijos con el Unigénito, pendiente en la cruz? Pero esto sólo lo hace con sus hijos predilectos.

Queridos hermanos, una confianza profunda en Dios, en todos los momentos de nuestra vida, no nos resultará fácil. Pero nuestra Madre en el cielo, la Sma. Virgen, nos guiará y nos ayudará en esto. En Ella confiamos filialmente.
Digámosle, por eso, todos juntos: “En tu poder y en tu bondad fundo mi vida; en ellos espero confiando como niño; Madre admirable, en Ti y en tu Hijo confío plenamente”.

¡Qué así sea!
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.

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