El secreto para ser un buen católico

Por: Aarón Mariscal Zúñiga | Fuente: Catholic.net

Muchas veces me he preguntado: ¿qué actividad misionera debe priorizar un católico auténtico como para servir bien a Dios? ¿Evangelizar y predicar? ¿U ofrecer buenas obras en su comunidad? La respuesta verdadera parece ser similar al clásico dilema de hechos vs palabras: los hechos siempre hablan y pesan más que las palabras.

Puede parecer algo obvio, pero no lo es, puesto que en la vida diaria nos enfrentamos a situaciones que desafían nuestra capacidad de aplicar nuestra fe de manera correcta. Esto sucede más a menudo en personas de alta jerarquía en la sociedad: autoridades, adinerados e intelectuales. Quienes cuentan con los mejores medios o recursos para sobrevivir tienden a pecar de soberbia con mayor fuerza que las clases inferiores.

Esa soberbia consiste en creer que el intelecto es lo que más importa para conocer a Dios: otorgar a las buenas obras un papel secundario y preocuparse más de leer acerca de la fe católica, es decir, conocer y difundir antes que servir. Inclusive, por su misma naturaleza, esta visión de la fe católica se asemeja un poco a la protestante, que es la sola fide (‘solo la fe basta para salvarse’).

Muchas veces somos seducidos por la idea de que, al estar dotados de capacidades extraordinarias (ya sea oratoria, escritura, dibujo, etc.), tenemos que dar prioridad a conocer y difundir la fe católica haciendo uso de nuestras habilidades. A esta acción nos motivan las enseñanzas de las Sagradas Escrituras, como la parábola de los talentos (Mateo 25,14-30) y la higuera que no da frutos (Lucas 13,6-9).

En principio, esta motivación es buena y noble: nos ayuda a movernos con ánimos a todo tipo de acciones que hacen de este mundo un mundo más católico; hay varios ejemplos de esto. El catequista que lee sobre el tradicionalismo católico y enseña a sus alumnos sobre la Fraternidad San Pío X. El periodista que escribe artículos sobre la vida de los santos y los difunde en sitios web católicos. La ilustradora que descubre libros clave de teología medieval y decide difundir su contenido mediante dibujos e infografías a sus seguidores en redes sociales.

Sin embargo, existe un peligro en esta actitud de constante activismo, semejante al concepto de ‘productividad’ u ‘orientación a resultados’ que prima en muchas empresas actualmente. Trabajar mucho para la gloria de Dios a costa de otras cosas más importantes que descuidás es algo que puede llevarte al infierno, y no porque te explotés a vos mismo; de hecho, en parte eso es bueno, porque Jesús mismo dio el ejemplo sacrificándose por nosotros. Es un peligro cuando te motiva a eso una actitud de soberbia y ceguera.

Soberbia, porque creés que con tus propias capacidades sos autosuficiente y que de, no ser por vos, no podría haber otras personas que hagan lo mismo que vos por el bien de la humanidad y del reinado de Cristo. Ceguera, porque cuando te enfocás en predicar o misionar, pero no practicás con mucho éxito esos principios en tu vida íntima, descuidás lo más esencial para cuidar lo superficial, es decir, ejercés un cristianismo de forma y no de fondo.

Aplicar los talentos se vuelve mucho más tentador si ejercer nuestras facultades implica una manera cómoda y sin riesgos de servir a la iglesia. Esta falla personal se evidencia cuando sacrificamos actividades importantes en nuestra vida diaria bajo la excusa del apostolado, de explotar nuestras habilidades para servir a Dios. En parte, esta actitud trata de imitar a Cristo cuando, a los doce años, dice a sus padres, quienes lo buscaban porque estaba perdido: «¿No sabíais que en los negocios de mi Padre me es necesario estar?» (Lucas 2,49). Es cierto, dedicar tiempo a Dios es sano y justo, pero nosotros no somos Jesús como para tener justificada esa omisión de cosas también importantes.

Un ejemplo para ilustrar: imaginá que sos consultor y estás trabajando desde tu casa. Tenés en tus manos el preparar un proyecto importante para colaborar con las parroquias de tu ciudad, redactás un documento en tu computadora. Creés en tus habilidades planificadoras y con mucha razón: sos un capo, todos te reconocen por tener alto potencial en la elaboración de proyectos. El tiempo de entrega no está tan cerca, pero el proyecto es muy importante para vos y querés dedicarle incluso más horas de las necesarias porque le tenés mucho cariño a Dios.

Sin embargo, tu hija hace travesuras por toda la casa y le exigís a tu esposa que la cuide, a pesar de que ella también está muy ocupada cocinando. Le gritás a tu esposa, la regañás e incluso le pegás a tu hija para moderarla porque no se comporta ni te deja trabajar. ¿Es eso lo que haría un buen católico? ¿Agradaría a Dios que sacrifiqués la atención a tu familia por una obra en beneficio de su iglesia?

Ante esta perspectiva, toca proponer el dilema siguiente: la salvación del rústico vs la condena del docto. Personas dotadas de habilidades especiales podrían condenar su alma por más buenas que sean sus intenciones, precisamente porque tienden a olvidar lo íntimo y enfocarse en lo exterior. Y por otro lado, mucha gente pobre que ejerce su fe de manera rústica, artesanal, improvisada y hasta ignorante, podría tener más posibilidades de salvar su alma por la sinceridad con la que ejerce su fe a pesar de no conocerla a profundidad.

Esto no quiere decir que todas las personas talentosas sean más pecadoras que las no talentosas, sino que, al parecer, las primeras tienen más posibilidades de caer en pecado mortal que las segundas. No por nada tenemos de ejemplo lo que pasó con Adán y Eva: desobedecieron a Dios comiendo el fruto del conocimiento y fueron castigados con la expulsión del paraíso. Querer apoderarse de todo, controlarlo todo al estar en un puesto de alta jerarquía, conlleva el riesgo de caer en la pedantería, la vanidad, el egoísmo. Y esto es algo que vemos en muchas personas anticatólicas de hoy, como los progresistas, los comunistas y los liberales.

Si predicás la buena nueva mediante tus artículos de opinión en diarios o revistas de tu país, estás haciendo bien, pero acordate de aplicar a tu vida diaria esos principios que predicás. Cuando escribás sobre la importancia de defender la familia y evitar el aborto, advertí a tus tíos y primos que no aborten si es que un día te visitan de casualidad y hay oportunidad de charlar. Cuando escribás sobre la importancia de recoger las tradiciones de nuestros abuelos sobre el rezo y la devoción a los santos, charlá también con tu abuela para conocer vos mismo sus experiencias personales con eso.

No te engañés con mantras tramposos como ‘dedicar tu alma a Dios’ o ‘ejercer el apostolado’ a costa de tu propia conversión en la vida privada. No basta con promover el buen catolicismo: hay que ser un buen católico. Antes de evangelizar al mundo, preocupate de ejercer la humildad, conocer la vida dura del trabajador, contribuir con las tareas del hogar y conocer a tus familiares.

Eso sí, tratá de tomar decisiones sabias y prácticas según tu caso particular. Por ejemplo, supongamos que sos una jovencita de 18 años y tenés un blog donde escribís sobre apologética cristiana. Un día, tu prima viene a visitarte; no estás acostumbrada a charlar con ella y de pronto querés conocerla más. Vos y ella conversan toda la tarde y cumplís con tu objetivo: fortalecer los lazos familiares.

La conociste más: ahora sabés que a ella le encanta hablar de chicos guapos que ve en las revistas, de su música electrónica favorita y de maquillaje. Sin embargo, descubrís también algo importante: no congeniás con ella, ya que sus temas favoritos son vacíos y superficiales. Resulta que te visita una segunda ocasión, una tercera, una cuarta… y vos has tratado de hablarle de Dios, pero a ella no le importa; es más, el tema casi se le hace motivo de burla.

Si en la siguiente visita ella quiere persistir en charlas mundanas, y vos dejás a un lado tu apostolado (redactar artículos de apologética para tu blog) por sentarte a conversar con ella, estás cometiendo una falta. El tiempo que invertís en una conversación que sabés que no va a rendir frutos ni despertar deseos de convertirse en ella, podrías haberlo invertido en elaborar textos para convertir a la gente mediante tu blog. Dejala, no lo intentés más: ya Dios se va a encargar de obrar en su vida y tocar su corazón de maneras que no podés controlar; vos hiciste lo que pudiste. Lo importante es que lo intentés: hipótesis, experimentación, resultados y conclusión.

Otro ejemplo: los tíos borrachos, la madre obsesionada con las telenovelas, el padre pervertido, etc. Si dejás de lado tu talento para expandir el reino de Dios luego de que la evidencia indica que tus familiares no reciben el evangelio de buena manera, estás obrando mal. Esto no quiere decir que debás odiar a tus familiares en estas situaciones, sino que simplemente tratés de evitar desperdiciar tu tiempo con ellos en los momentos específicos en que te impiden ejercer mejores obras.

Y así como estos, hay muchos casos en los que podemos vernos tentados a abandonar el apostolado por prácticas de humildad que nos pueden hacer caer verdaderamente en la higuera infructuosa. Es muy difícil detectar esos momentos, pero hay que hacerlo y se logra con la práctica, con experiencias de vida; también con la oración, por supuesto, pidiendo a Dios que te ilumine haciéndote saber qué quiere de vos.

Lo cierto es que, no obstante, pueden ser más frecuentes y determinantes para nuestra salvación los momentos en los que estamos obligados a darnos un tiempo para mejorar nuestra vida privada sacrificando el apostolado. Muchos santos dedicaron su tiempo a obras de caridad y meditación antes que las lecturas teóricas y la predicación. De nada sirve que difundás la doctrina de la iglesia en tus círculos sociales si no la practicás en tu día a día: hay que ser buen católico antes que hacer buenos católicos.

Ahora bien, aquí viene un concepto profundo que hace falta tomar en cuenta para transformar esta máxima correctamente: la santificación. ¿Qué implica esto? Que para ser un buen católico, hay que santificarse a uno mismo antes que santificar a los demás. Así es, tal como lo leés: no se trata de solo corregirse a uno mismo antes que corregir a los demás, sino de santificar, palabra sumamente importante que implica una diferencia sustancial respecto a la corrección.

El concepto de ‘corregirse’ implica algo muy vago y general: corregir tus defectos, corregir tus tropiezos, corregir tus errores y equivocaciones. Implica una visión muy secular del mundo, ya que podés ser un buen ciudadano o un buen empresario, pero la pregunta de fondo es ¿eso agrada a Dios? ¿’La mejor religión es ser buena persona’?

Para un católico íntegro, no basta ‘corregirse’: hay que ir más allá, esforzarse al máximo, corregirse a la infinitésima potencia. Así como los atletas se esfuerzan en superar ciertas marcas para lograr un buen récord o clasificar en las olimpiadas, así también debe un buen católico potenciar al máximo sus virtudes para contentar a su Dios y salvador.

Ser ciudadano ejemplar es bueno, ser empresario exitoso es bueno, pero ¿qué hay de ser un ciudadano ejemplar católico, de ser un empresario exitoso católico? ¿Suena mucho mejor, no? Y no hay excusas como para decir que no hay ejemplo de tales casos: está el empresario argentino Enrique Shaw. Él logró una vida agradable a Dios aun en los campos pantanosos de la riqueza, que suele tentar a muchos con el pecado de la avaricia. Consiguió una vida de riqueza no solo material, sino también espiritual.

Dios quiere que seamos santos, no solo ‘que seamos buenos’ o ‘que nos corrijamos’. Estas actitudes son un muy buen primer paso y ayudan muchísimo, pero el hecho estancarnos ahí podría condenar nuestras almas. Los santos patrones de la iglesia, los primeros santos, donaron buena parte de sus bienes y vivieron en la pobreza, el retiro y la meditación. Si personas como ellos, tan sabias, dotadas y talentosas a nivel intelectual, pudieron santificarse en dichas condiciones, ¿por qué nosotros no?

Eso no significa que tengamos que literalmente abandonarlo todo para ser buenos católicos. De nada sirve empobrecerte si eso te convierte en alguien muy impaciente, iracundo o hasta promiscuo o ladrón; los pecados no discriminan clases sociales. Lo importante es renunciar a tus propios gustos y darte cuenta de que el camino al cielo es angosto.

Sobrellevar los sufrimientos con paciencia y mucha fe ayuda a purificar el alma, tal y como sucede en el purgatorio; de hecho, podría ahorrarnos el camino del purgatorio y llevarnos directamente al cielo si lo ejercemos con santidad. Hacer lo que menos nos gusta, lo que más nos evita comodidades, es a veces mucho más valioso que trabajar en las condiciones óptimas actividades como el apostolado.

Como se ha dicho anteriormente, la gente más dotada (intelectuales, autoridades, artistas, etc.) tiende a ser más tentada por el pecado de la soberbia: todo lo puedo, todo lo controlo, esto está en mis manos, esto depende de mí, etc. Y precisamente por esto es que la humildad y la paciencia son virtudes clave para la santificación de estas personas: rebajarse al nivel de ‘la plebe’, relacionarse con ellos, predicar en la familia, etc.

Jesús nos advierte acerca del peligro de no priorizar nuestra propia conversión cuando habla del que se fija en la paja del ojo ajeno antes que en la del propio (Lucas 6,41). También nos invita a perfeccionarnos inspirándonos en Dios, nuestro padre, que es perfecto (Mateo 5,48). Y dado que el catolicismo procura seguir las enseñanzas de Cristo, que es Dios revelado ante los hombres, queda más que claro que nuestro deber es guardar estas enseñanzas y aplicarlas a nuestra vida diaria.

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Aarón Mariscal Zúñiga es Lic. en Ciencias de la Comunicación por la Universidad Autónoma ‘Gabriel René Moreno’ (Santa Cruz, Bolivia). Fue analista de comunicación en la consultora Kreab, diseñador gráfico en el estudio Avand, periodista web en el diario El Deber, editor en Revista Zona7 y creador de contenidos en Comic Bolivia.

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