Hoy celebramos a San Manuel González García, el «apóstol de la Eucaristía»

San Manuel González García nació en Sevilla, España, el 25 de febrero de 1877. Fue sacerdote diocesano, y llegó a ser obispo de Málaga y, posteriormente, de Palencia. Fue un auténtico pastor, preocupado por el fortalecimiento espiritual de los fieles. Su espíritu inquieto e innovador lo condujo a fundar la Unión Eucarística Reparadora, un movimiento religioso para seglares, integrado por las “Marías de los Sagrarios y los Discípulos de San Juan”, cuyos miembros se consagran a la veneración del Santísimo Sacramento con el fin de reparar con la oración los pecados de los hombres. Para los sacerdotes creó la asociación de los Misioneros Eucarísticos Diocesanos y, para las religiosas, organizó las Misioneras Eucarísticas de Nazaret. San Manuel González García es conocido como el Obispo del Sagrario Abandonado o el Apóstol de los Sagrarios Abandonados.

Fue un autor prolífico, con obras teológicas, pastorales y devocionales; sus trabajos publicados superan la treintena, casi todos ellos orientados a la formación espiritual y la vida apostólica, con un acento particular en el laicado, considerado protagonista de la vida y crecimiento de la Iglesia católica. Su obra “Lo que puede un cura hoy” ha sido reeditada once veces y sigue siendo de provecho espiritual para los seminaristas y sacerdotes. En 1932 se editó un volumen denominado “Arte y liturgia”, en el que se recopila tres de sus trabajos: “Mi sagrario y mi secreto” (1922); Arte y altar (1928); y “La pedagogía de la misa” (1930).

Falleció en el Sanatorio del Rosario, en Madrid, el 4 de enero de 1940. Fue beatificado en 2001 por San Juan Pablo II y canonizado en 2016 por el Papa Francisco.

Sus restos se conservan en la Capilla del Sagrario de la Catedral de Palencia. Allí, sobre la lápida de su tumba, puede leerse el siguiente epitafio -dictado por él mismo-, testimonio clarísimo de aquello que movió siempre su corazón:​

«Pido ser enterrado junto a un Sagrario,
para que mis huesos, después de muerto,
como mi lengua y mi pluma en vida,
estén siempre diciendo a los que pasen:
¡Ahí está Jesús! ¡Ahí está! ¡No lo dejéis abandonado!.
Madre Inmaculada, san Juan, santas Marías,
llevad mi alma a la compañía eterna
del Corazón de Jesús en el cielo».

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