La Iglesia, madre y maestra

El cristiano realiza su vocación en la Iglesia, en comunión con todos los bautizados. De la Iglesia recibe la Palabra de Dios, que contiene las enseñanzas de la “ley de Cristo” (Ga 6, 2). De la Iglesia recibe la gracia de los sacramentos que le sostienen en el camino. De la Iglesia aprende el ejemplo de la santidad; reconoce en la Bienaventurada Virgen María la figura y la fuente de esa santidad; la discierne en el testimonio auténtico de los que la viven; la descubre en la tradición espiritual y en la larga historia de los santos que le han precedido y que la liturgia celebra a lo largo del santoral.

La vida moral es un culto espiritual. Ofrecemos nuestros cuerpos “como una hostia viva, santa, agradable a Dios” (Rm 12, 1) en el seno del Cuerpo de Cristo que formamos y en comunión con la ofrenda de su Eucaristía. En la liturgia y en la celebración de los sacramentos, plegaria y enseñanza se conjugan con la gracia de Cristo para iluminar y alimentar el obrar cristiano. La vida moral, como el conjunto de la vida cristiana, tiene su fuente y su cumbre en el Sacrificio Eucarístico.

Vida moral y Magisterio de la Iglesia

La Iglesia, “columna y fundamento de la verdad” (1 Tm 3, 15), “recibió de los Apóstoles […] este solemne mandato de Cristo de anunciar la verdad que nos salva” (LG 17). “Compete siempre y en todo lugar a la Iglesia proclamar los principios morales, incluso los referentes al orden social, así como dar su juicio sobre cualesquiera asuntos humanos, en la medida en que lo exijan los derechos fundamentales de la persona humana o la salvación de las almas” (CIC can. 747, §2).

El magisterio de los pastores de la Iglesia en materia moral se ejerce ordinariamente en la catequesis y en la predicación, con la ayuda de las obras de los teólogos y de los autores espirituales. Así se ha transmitido de generación en generación, bajo la dirección y vigilancia de los pastores, el “depósito” de la moral cristiana, compuesto de un conjunto característico de normas, de mandamientos y de virtudes que proceden de la fe en Cristo y están vivificados por la caridad. Esta catequesis ha tomado tradicionalmente como base, junto al Credo y el Padre Nuestro, el Decálogo que enuncia los principios de la vida moral válidos para todos los hombres.

El Romano Pontífice y los obispos como “maestros auténticos por estar dotados de la autoridad de Cristo […] predican al pueblo que tienen confiado la fe que hay que creer y que hay que llevar a la práctica” (LG 25). El magisterio ordinario y universal del Papa y de los obispos en comunión con él enseña a los fieles la verdad que han de creer, la caridad que han de practicar, la bienaventuranza que han de esperar.

El grado supremo de la participación en la autoridad de Cristo está asegurado por el carisma de la infalibilidad. Esta se extiende a todo el depósito de la revelación divina (cf LG 25); se extiende también a todos los elementos de doctrina, comprendida la moral, sin los cuales las verdades salvíficas de la fe no pueden ser salvaguardadas, expuestas u observadas (cf Congregación para la Doctrina de la Fe, Decl. Mysterium ecclesiae, 3).

La autoridad del Magisterio se extiende también a los preceptos específicos de la ley natural, porque su observancia, exigida por el Creador, es necesaria para la salvación. Recordando las prescripciones de la ley natural, el Magisterio de la Iglesia ejerce una parte esencial de su función profética de anunciar a los hombres lo que son en verdad y de recordarles lo que deben ser ante Dios (cf. DH 14).

La ley de Dios, confiada a la Iglesia, es enseñada a los fieles como camino de vida y de verdad. Los fieles, por tanto, tienen el derecho (cf CIC can. 213) de ser instruidos en los preceptos divinos salvíficos que purifican el juicio y, con la gracia, sanan la razón humana herida. Tienen el deber de observar las constituciones y los decretos promulgados por la autoridad legítima de la Iglesia. Aunque sean disciplinares, estas determinaciones requieren la docilidad en la caridad.

En la obra de enseñanza y de aplicación de la moral cristiana, la Iglesia necesita la dedicación de los pastores, la ciencia de los teólogos, la contribución de todos los cristianos y de los hombres de buena voluntad. La fe y la práctica del Evangelio procuran a cada uno una experiencia de la vida “en Cristo” que ilumina y da capacidad para estimar las realidades divinas y humanas según el Espíritu de Dios (cf 1 Co 2, 10-15). Así el Espíritu Santo puede servirse de los más humildes para iluminar a los sabios y los constituidos en más alta dignidad.

Los ministerios deben ejercerse en un espíritu de servicio fraternal y de entrega a la Iglesia en nombre del Señor (cf Rm 12, 8.11). Al mismo tiempo, la conciencia de cada cual en su juicio moral sobre sus actos personales, debe evitar encerrarse en una consideración individual. Con mayor empeño debe abrirse a la consideración del bien de todos según se expresa en la ley moral, natural y revelada, y consiguientemente en la ley de la Iglesia y en la enseñanza autorizada del Magisterio sobre las cuestiones morales. No se ha de oponer la conciencia personal y la razón a la ley moral o al Magisterio de la Iglesia.

Así puede desarrollarse entre los cristianos un verdadero espíritu filial con respecto a la Iglesia. Es el desarrollo normal de la gracia bautismal, que nos engendró en el seno de la Iglesia y nos hizo miembros del Cuerpo de Cristo. En su solicitud materna, la Iglesia nos concede la misericordia de Dios que va más allá del simple perdón de nuestros pecados y actúa especialmente en el sacramento de la Reconciliación. Como madre previsora, nos prodiga también en su liturgia, día tras día, el alimento de la Palabra y de la Eucaristía del Señor.

 

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