Meditacion del Evangelio de hoy sábado, 14 de marzo

Hay que reconocer que Jesús sabía decir las cosas. Sencillamente contaba historias. Él no se dirigía a nadie en especial. En esta ocasión ni siquiera decía que todos los fariseos fuesen como el de la historia. Él sólo contaba la historia de “un” fariseo. El protagonistas de su historia era un fariseo pero también había podido ser un cartero o un policía o un maestro o un soldado o un sacerdote o… Y podemos seguir poniendo todas las profesiones del mundo. Porque en todas las profesiones hay gente que se siente muy seguro de sí mismo. Y que, no sabemos si para sentirse aún más seguros de sí mismos terminan despreciando a los demás y mirándolos de arriba a abajo. Repito. No estoy seguro de si se sienten seguros de sí mismos y por eso desprecian a los demás o si desprecian a los demás para poderse sentir seguros de sí mismos.

Lo malo no es sentirse seguro. Lo malo es despreciar a los demás, tanto si es consecuencia como si es causa de la seguridad propia. Porque los demás son hermanos y hermanas. En este mundo todos estamos al mismo nivel. Todos cargamos con nuestras miserias –y esos que se sienten tan seguros de sí mismos también las llevan consigo, aunque a veces no quieran  mirarlas, las nieguen o las escondan bajo tierra–. La verdad es que todos tenemos el tejado de cristal. Ya lo dijo Jesús, cuando lo de la pecadora a la que querían lapidar: “El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra.” Y todos se fueron.

Pero lo más importante, lo que de verdad nos une, no es la miseria que todos llevamos consigo, no es nuestra historia personal de errores y meteduras de pata. Lo que realmente nos une es que somos creación de Dios, hechura de sus manos, creación gratuita de su amor generoso, dignísimos destinatarios de su misericordia, de su amor, de su perdón. Eso es lo más importante que tenemos. Todo eso hace de nosotros una familia. Eso ciertamente es lo único que nos puede hacer sentir seguros de nosotros mismos: que Dios nos ha mirado con buenos ojos, que nos ama, que desea nuestra vida. A mí y a todos los demás. Que tiene para nosotros toda la misericordia y compasión del mundo. Para mí y para mis hermanos y hermanas. Ahí nace la verdadera auto-estima y la posibilidad de sentirnos seguros. Sin ninguna necesidad, por supuesto, de despreciar a los demás ni de sentirnos más que nadie.

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