No he venido a llamar a justos, sino a pecadores

Hoy, en la escena que relata san Marcos, vemos cómo Jesús enseñaba y cómo todos venían a escucharle. Es manifiesto el hambre de doctrina, entonces y también ahora, porque el peor enemigo es la ignorancia. Tanto es así, que se ha hecho clásica la expresión: «Dejarán de odiar cuando dejen de ignorar».

Pasando por allí, Jesús vio a Leví, hijo de Alfeo, sentado donde cobraban impuestos y, al decirle «sígueme», dejándolo todo, se fue con Él. Con esta prontitud y generosidad hizo el gran “negocio”. No solamente el “negocio del siglo”, sino también el de la eternidad.

Hay que pensar cuánto tiempo hace que el negocio de recoger impuestos para los romanos se ha acabado y, en cambio, Mateo —hoy más conocido por su nuevo nombre que por el de Leví— no deja de acumular beneficios con sus escritos, al ser una de las doce columnas de la Iglesia. Así pasa cuando se sigue con prontitud al Señor. Él lo dijo: «Y todo el que haya dejado casa, hermanos o hermanas, padre o madre, hijos o campo por mi nombre, recibirá el ciento por uno y gozará de la vida eterna» (Mt 19,29).

Jesús aceptó el banquete que Mateo le ofreció en su casa, juntamente con los otros cobradores de impuestos y pecadores, y con sus apóstoles. Los fariseos —como espectadores de los trabajos de los otros— hacen presente a los discípulos que su Maestro come con gente que ellos tienen catalogados como pecadores. El Señor les oye, y sale en defensa de su habitual manera de actuar con las almas: «No he venido a llamar a justos, sino a pecadores» (Mc 2,17). Toda la Humanidad necesita al Médico divino. Todos somos pecadores y, como dirá san Pablo, «todos han pecado y se han privado de la gloria de Dios» (Rm 3,23).

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