Saber perdonar

Por: P. Juan Carlos Ortega Rodriguez | Fuente: Catholic.net 

En la petición del Padrenuestro, «perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden» (Mt 6,12) no significa principalmente que, si yo no perdono, no seré perdonado por Dios. Esto podría reducir el perdón divino a un simple acto de justicia. Por el contrario su perdón es siempre un acto gratuito e inmerecido por nuestra parte. Perdonar no es condición para ser perdonado: Dios está siempre dispuesto a perdonar.

Ahora bien, si Jesucristo nos indica que debemos perdonar, es porque este acto ayuda y enriquece la vida del cristiano. ¿Por qué ofrecer el perdón nos enriquece cuando más bien parecería que este acto es compartir la injusticia recibida?

El Santo Padre recuerda que, en muchos casos, los buenos cristianos no se acercan a la confesión porque en su interior tienen un profundo sentido de justicia y «prueban un sentimiento de indignidad ante la grandeza del don recibido. Y tienen razón en sentirse indignos» (n.6). Es normal sentirse indignos ante un mal realizado contra Dios o en contra de otra persona, porque nuestro interior siente que dicho acto es imperdonable, es decir, es imposible cancelar el mal realizado. Podremos no volverlo a cometer, e incluso podremos restituir las consecuencias del mal, pero siempre quedará como nuestro el acto malo realizado. Y, en consecuencia, somos indignos de recibir el perdón pues nunca podremos cancelar de la historia de nuestra vida el mal ya actuado.

Solamente la gracia de Dios podrá cerrar y sanar totalmente estas heridas. Pero hay una medicina humana que ayuda grandemente a sanar nuestra psicología. Esa medicina es precisamente el saber perdonar. Cuando nosotros perdonamos ofrecemos el perdón a alguien que por sus actos no merece ser
perdonado. A causa de los actos realizados, Érika no es digna de ser llamada ´hija´; pero el padre al ofrecer su perdón le restituye la dignidad de hija que ésta nunca podrá merecer pues siempre en su historia quedará como suya la acción realizada contra su madre y su hermanito.

Cuando nosotros perdonamos a una persona que es indigna y le restituimos, con nuestro perdón, su dignidad no merecida, comprendemos que también nosotros, indignos como somos, podemos ser convertidos en dignos al recibir el perdón de nuestras ofensas. Será entonces que, a pesar de nuestra indignidad, nos acercaremos al sacramento de la confesión y, de ese modo, por medio del perdón de Dios, recibiremos la dignidad que nuestras obras realizadas nunca podrían restituirnos.

En este sentido se pueden comprender también las palabras del Padrenuestro, en cuanto que el perdón que ofrecemos ayuda a recibir y aceptar el perdón de Dios que no merecemos.

El Papa indica algunos elementos esenciales para que el perdón pueda manifestarse en todo su valor: la capacidad de acogida, de escucha y de diálogo, la disponibilidad jamás negada, y el anuncio fiel de las exigencias de la palabra de Dios que debe siempre acompañarse de una grande comprensión y delicadeza» (n. 13).

En efecto, el perdón, además de con palabras, debe manifestarse con actos que expresan las auténticas actitudes interiores.

No tengamos miedo de perdonar. Y pidámosle al Señor: «ayúdanos a aceptar el perdón de nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden».

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