Te amo y me comprometo

Por: Francisco Cardona | Fuente: Catholic.net 

Al pronunciar las palabras «hasta que la muerte nos separe», estamos comprometiéndonos a amar al esposo o a la esposa de una manera radical. Con un compromiso total. Y para conseguirlo, conviene de vez en cuando desempolvar y profundizar las grandes exigencias que implica un verdadero matrimonio requiere.

Como en todo, lo primero que podemos hacer es tomar conciencia de que hay que luchar por adquirir y vivir esas exigencias. Luego, tratar de ser generosos para conquistarlas y hacerlas realidad.

El Papa Juan Pablo II nos dice en la Encíclica Familiaris Consortio:

«La familia, fundada y vivificada por el amor, es una comunidad de personas: del hombre y de la mujer como esposos, de los padres y de los hijos, de los parientes. Su primer cometido es el de vivir fielmente la realidad de la comunión con el empeño constante de desarrollar una auténtica comunidad de personas.

El principio interior, la fuerza permanente y la meta última de tal cometido es el amor: así como sin el amor la familia no es una comunidad de personas, así también sin el amor la familia no puede vivir, crecer y perfeccionarse como comunidad de personas.»

Estas exigencias pueden resumirse en:

  • la unidad
  • la fidelidad
  • la totalidad
  • la indisolubilidad
  • la fecundidad

La necesaria unidad

En un matrimonio, la unidad es necesaria y alcanzarla se convierte en un deber. Hay que llegar a ella porque es cuestión de vida o muerte en relación con su amor. En realidad, un matrimonio no puede vivir ni sobrevivir si no logra unirse sólidamente para hacer frente a los innumerables obstáculos que surgen inevitablemente en el transcurso de toda existencia humana.

También, es necesaria esta unión, puesto que en la vida conyugal hay que tomar muchas decisiones. Si cada uno va por su lado, ¿qué se espera del matrimonio?. La unidad es condición de la paz; sin ella, el hogar se convierte en un auténtico campo de batalla.

Se necesita unidad para establecer juntos los parámetros que se persiguen en la educación de los hijos. Ellos encontrarán su crecimiento, formación y desarrollo cuando los padres están en la misma sintonía. Si los padres, por el contrario, viven en contraposición uno con el otro, los hijos sufrirán, e impedirán esa sana paz familiar.

La unión del hombre y de la mujer en el matrimonio es una manera de imitar en la carne la generosidad y la fecundidad del Creador: “El hombre deja a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne” (Gén 2, 24). De esta unión proceden todas las generaciones humanas.

El mismo Papa Juan Pablo II nos comenta sobre la unidad indivisible de la comunión conyugal:

«La comunión primera es la que se instaura y se desarrolla entre los cónyuges; en virtud del pacto de amor conyugal, el hombre y la mujer ‘no son ya dos, sino una sola carne’ y están llamados a crecer continuamente en su comunión a través de la fidelidad cotidiana a la promesa matrimonial de la recíproca donación total.» (FC, 19).

Esta comunión conyugal tiene sus raíces en el complemento natural que existe entre el hombre y la mujer y se alimenta mediante la voluntad personal de los esposos de compartir todo su proyecto de vida, lo que tienen y lo que son.

Es, pues, obligación de los esposos esforzarse día a día para lograr esa unidad, base fundamental de la comunidad conyugal. Unión del cuerpo, unión de las personalidades, de las inteligencias, de las voluntades de ambos.

Dificultades en la unidad del matrimonio

La unidad en el matrimonio tiene varias dificultades, que sólo el amor, la generosidad y la responsabilidad podrán vencer.

El matrimonio está conformado por dos personas diferentes, por lo tanto, son dos personalidades, dos voluntades, dos inteligencias, dos sexos los que se encuentran. Es grato ver a un matrimonio, a un hombre y una mujer, que se esfuerzan mutuamente por conocer y aceptar la personalidad del otro. Cuántas veces, por el contrario, el hombre desea que la mujer piense como él, y viceversa.

Dos educaciones diferentes son las que conforman a un matrimonio. Es importante que que en el matrimonio se pongan de acuerdo, desde el inicio, para crear la propia educación específica del nuevo matrimonio. Cada uno de los esposos trae una educación propia, proveniente de su propia familia. Pero, se debe establecer cuál será la educación que entre ambos desarrollarán en su nuevo hogar. Necesidad de unión, de diálogo, para establecer la propia, la nuestra,la que educará a los hijos de esta familia.

La fidelidad protege al amor

El amor sólo puede sobrevivir si se acepta la fidelidad. El amor es una elección que compromete la libertad. Toda elección es exclusiva. Si te escojo a ti como esposa, renuncio a todas las demás mujeres que existen. El amor supone el compromiso irrevocable de mi libertad.

Cuando se ama hasta el punto de unirse en matrimonio, se ha elegido libremente decir sí al amado. Amar es decir al otro tú eres el único, mi único. Todos los que aman verdaderamente experimentan, como por intuición, esta necesaria exclusividad. La fidelidad es la prueba del amor. Cuando por amor nos volvemos dos en uno, el único camino recto es el de la fidelidad. Si falta la unidad, se destruye el amor.

Porque el amor es fecundo, llegarán los hijos, quienes tienen derecho a un hogar, donde crezcan como personas, que se les ame, que se le eduque. Para lograrlo, es necesario que los esposos vivan su amor con fidelidad.

Por ser fecundo, el amor aspira a la fidelidad. De modo que el cónyuge infiel, además de contradecirse a sí mismo, miente a su familia. Nadie tendrá jamás derecho, bajo ningún pretexto, a ser infiel. La fidelidad debe de iniciar por el corazón, por los sentimientos. Ser fiel al cónyuge quiere decir, antes que nada, reservar el corazón para él. Hay que ser fiel al propio amor. Posiblemente no se llegue a la infidelidad carnal, pero el corazón ya pertenece a otro.

Fidelidad de mente y cuerpo
La fidelidad, además, ha de ser de mente, de pensamientos. Guardar los pensamientos para el cónyuge, con exclusividad. Ya lo dice Nuestro Señor en el Evangelio según san Mateo: Aquel que mira a una mujer con malos deseos ya es adúltero en su corazón (Mt 5,28).

Finalmente, la fidelidad ha de ser corporal. Desde el momento de recibir el Sacrameto del Matrimonio, el cuerpo es donado a la persona amada, al cónyuge.

La totalidad es entrega completa

Antes de profundizar en la exigencia de la totalidad, primero hay que entender a la virtud reina, la caridad. Ella es como el alma de todas las virtudes pues las ilumina y les da vida. Así, la castidad, bajo el influjo de la caridad, se convierte en una escuela de donación de la persona. El ser humano al dominarse a sí mismo se regala, se entrega, se dona totalmente a los demás. Piensa en los demás, ama a los demás, puesto que ha roto con la esclavitud del egoísmo. La persona casta es generosa, amable, desprendida de sí misma, piensa en los demás.

Por lo mismo, el amor conyugal exige totalidad: una entrega total, completa, de ambos cónyuges. Cuerpo, sentimientos, inteligencia y voluntad. Una entrega de todo el ser. Si fuese parcial, sería un egoísmo: “Te entrego sólo parte de mi ser, de mi tiempo, de mis afectos, porque el resto es para mí”.

En el amor intervienen dos personas que esperan la entrega completa del otro. No puede ser una entrega en partes. Para la estabilidad de la familia se requiere que los esposos estén dedicados plenamente el uno para el otro y, a su vez, entregados plenamente a los hijos.

Juntos para siempre

En el matrimonio se expresa un compromiso libremente adquirido por cada uno de los cónyuges. Una totalidad en la entrega del don de sí. Cuando un matrimonio se funda en el egoísmo, el paso del tiempo hace insoportable la carga que conlleva. Cuando se funda en el auténtico amor, el paso del tiempo se convierte en una dulce carga, que pide y exige la indisolubilidad.

Nos dice el Papa Juan Pablo II:

«Es deber fundamental de la Iglesia reafirmar con fuerza la doctrina de la indisolubilidad del matrimonio; a cuantos, en nuestros días, consideran difícil o incluso imposible vincularse a una persona por toda la vida y a cuantos son arrastrados por una cultura que rechaza la indisolubilidad matrimonial y que se mofa abiertamente del compromiso de los esposos a la fidelidad, es necesario repetir el buen anuncio de la perennidad del amor conyugal que tiene en Cristo su fundamento y su fuerza.» (FC, 20).

Y continúa:

«Enraizada en la donación personal y total de los cónyuges y exigida por el bien de los hijos, la indisolubilidad del matrimonio halla su verdad última en el designio que Dios ha manifestado en su Revelación: Él quiere y da la indisolubilidad del matrimonio como fruto, signo y exigencia del amor absolutamente fiel que Dios tiene al hombre y que el Señor Jesús vive hacia su Iglesia.» (FC, 20).

Cooperar con el Creador

El Papa Juan Pablo II, cuando se refiere a la fecundidad del amor conyugal, nos dice:

«Dios, con la creación del hombre y de la mujer a su imagen y semejanza, corona y lleva a perfección la obra de sus manos, los llama a una especial participación en su amor y al mismo tiempo en su poder de Creador y Padre, mediante su cooperación libre y responsable en la transmisión del don de la vida humana: Y bendíjolos Dios y le dijo: ‘Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla. (Gén 1,28).

Así el cometido fundamental de la familia es el servicio a la vida, el realizar a lo largo de la historia la bendición original del Creador, transmitiendo en la generación la imagen divina del hombre al hombre.

La fecundidad es el fruto y el signo del amor conyugal, el testimonio vivo de la entrega plena y recíproca de los esposos: El cultivo auténtico del amor conyugal y toda la estructura de la vida familiar que de él deriva, sin dejar de lado los demás fines del matrimonio, tienden a capacitar a los esposos para cooperar con fortaleza de espíritu con el amor del Creador y del Salvador, quien por medio de ellos aumenta y enriquece diariamente su propia familia.

La fecundidad del amor conyugal no se reduce, sin embargo, a la sola procreación de los hijos, aunque sea entendida en su dimensión específicamente humana: se amplía y se enriquece con todos los frutos de vida moral, espiritual y sobrenatural que el padre y la madre están llamados a dar a los hijos y, por medio de ellos, a la Iglesia y al mundo.» (FC, 28).

El don de la fecundidad
La fecundidad es un don, un fin del matrimonio, pues el amor conyugal tiende naturalmente a ser fecundo. El niño no viene de fuera a añadirse al amor mutuo de los esposos; brota del corazón mismo de una entrega recíproca entre los esposos, del que es fruto y cumplimiento.

Por esto la Iglesia, que está en favor de la vida, enseña que todo acto matrimonial debe quedar abierto a la transmisión de la vida. ¿Por qué? Porque los fines naturales del acto conyugal son dos: la unidad entre los esposos, y la procreación de los hijos.

Por ello, todo acto conyugal debe de llevar siempre el sello de la responsabilidad humana y cristiana.

La Constitución pastoral Gaudium et Spes, nos dice:

“En el deber de transmitir la vida humana y educarla, que han de considerar como su misión propia, los cónyuges saben que son cooperadores del amor de Dios Creador y en cierta manera sus intérpretes. Por ello, cumplirán su tarea con responsabilidad humana y cristiana” (GS, 50).

Regulación de la natalidad
Un aspecto particular de esta responsabilidad se refiere a “la regulación de la natalidad”. Por razones justificadas, los esposos pueden querer espaciar los nacimientos de sus hijos. En este caso, deben cerciorarse de que su deseo no nace del egoísmo, sino que es conforme a la justa generosidad de una paternidad responsable.

Nos dice la Encíclica Familiaris Consortio, sobre la misión de la familia cristiana en el mundo actual:

“La fecundidad del amor conyugal no se reduce sin embargo a la sola procreación de los hijos, aunque sea entendida en su dimensión específicamente humana: se amplía y se enriquece con todos los frutos de vida moral, espiritual y sobrenatural que el padre y la madre están llamados a dar a los hijos y, por medio de ellos, a la Iglesia y al mundo” (n. 28).

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