Amor de Padres….amor de hijos

Por: Tomás Melendo Granados | Fuente: masterenfamilas.com

I. La familia, institución natural

Repetidas veces ha explicado Juan Pablo II que, «en su más íntimo misterio», el Dios Uno y Trino «no es soledad, sino familia» . Para quienes llevamos ya algunos años empeñados en una tarea más o menos fecunda de reflexión metafísica, no puede haber indicio más determinante de que la familia constituye una auténtica institución natural.

Nada más natural, podríamos decir, que lo que surge inevitablemente de los principios configuradores de algo: de su núcleo ontológico más íntimo, propio y constitutivo. Y como el ser es el principio radical y primigenio, el fondo energético original del que dimana cuanto encontramos en un existente, lo natural acabará siendo, en última instancia, lo que para cada uno se deriva del propio ser. En este contexto, la referencia a la Trinidad con que he abierto estas páginas viene a decirnos: cuando el ser alcanza la categoría suficiente para convertir a su sujeto en persona, esta no puede permanecer aislada, sino que tiende a configurarse, irremediablemente, como familia.

Dios, lo sabemos por la Revelación, no podía ser sino una Trinidad familiar: para el Ipsum Esse subsistens de los filósofos, Ser es ser Familia. Como consecuencia, la persona humana, hecha a imagen y semejanza de este Absoluto, resulta incapaz de alcanzar su plenitud como persona si no surge, crece, se desarrolla y muere en el seno de una institución familiar… o de «algo» que haga eficazmente sus veces. La familia sigue, pues, necesaria e inmediatamente, a la condición personal de la persona.

a) Familia y persona. Persona y familia: ¡nunca se insistirá lo suficiente en el nexo indisoluble que liga a estas dos realidades! Pero tal vez compense esclarecer los motivos ontológicos de semejante trabazón.

A lo largo de la historia se han propuesto muchas y muy variadas descripciones de lo que es la persona. Las mejores entre ellas poseen una íntima afinidad, hasta el punto de resultar equivalentes. La de Boecio ha sido, durante siglos, la de mayor aceptación: es persona, decía el más ilustre antecesor de la Edad Media, toda substancia individual de naturaleza racional. Empobreceríamos el alcance de esta excelente definición si le achacáramos una especie de singularismo egotista y egocéntrico, que encerraría al sujeto humano en los límites angostos de sus intereses individuales. Para Boecio, y para quienes se sitúan en su misma tradición especulativa, la naturaleza racional no solo implica el entendimiento, sino también la voluntad (y, como consecuencia, la libertad, el amor, la afectividad, la necesidad de las dimensiones corpóreas, etc.). Santo Tomás lo afirmaba de manera explícita, en relación al primer extremo: todo ser dotado de inteligencia se encuentra por fuerza provisto de esa inclinación al bien en cuanto bien que denominamos voluntad, y cuyos frutos naturales son la libertad y el amor.

No extraña por eso que quienes, poseyendo la inspiración clásica, se encuentran sin embargo urgidos por las aspiraciones y los intereses del mundo moderno, en lugar de calificar al hombre como animal racional, al estilo de Aristóteles, lo describan de forma estricta y rigurosa como animal libre.

No hay cambio de perspectiva, pero sí un adelanto en la explicitación de los implícitos. La libertad es, como ya apuntó Agustín, la propiedad esencial de las dos potencias superiores de la persona: el entendimiento y la voluntad. E incluso define intrínsecamente a su mismo ser: la persona, toda persona, posee un ser libre. La persona humana, en concreto, es participadamente libertad.

Pero como el amor es el fundamento y el sentido último de la libertad, su acto más radical y propio, un avance definitivo en la línea instaurada por Boecio es el que define a la persona como principio o término, como sujeto y objeto, de amor. De hecho, y según he explicado en otras ocasiones , esta descripción se aplica a todas las personas y solo a ellas: tomando el amor en su sentido más alto, como un querer el bien en cuanto tal, o el bien del otro en cuanto otro, únicamente la persona resulta capaz de amar y únicamente ella es digna de ser amada. La entraña personal de la persona exhibe, pues, un nexo constitutivo con el amor.

Dejando a un lado las afirmaciones repetidas de las Sagradas Escrituras, en las que reiteradamente Dios se califica a Sí mismo como Amor subsistente, quizá nadie lo haya expuesto de forma más vigorosa que Carlos Cardona: «Dios —nos dice— obra por amor, pone el amor y quiere solo amor, correspondencia, reciprocidad, amistad (…).

Así, al Deus caritas est del Evangelista San Juan, hay que añadir: el hombre, terminativa y perfectamente hombre, es amor. Y si no es amor, no es hombre, es hombre frustrado, autorreducido a cosa» .

Persona-amor. Esta manera fundamentalísima de considerar la peculiaridad constitutiva de la persona se ha visto avalada, en nuestro siglo, por multitud de afirmaciones magisteriales: no puede entenderse el hombre sin una referencia configuradora al amor y a la entrega en que todo amor culmina.

La más relevante de esas definiciones, la contenida en la Gaudium et Spes, está provista de toda la autoridad que d

detenta un Concilio Ecuménico. «El hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma —nos dice esta Constitución, recordando pensamientos de Tomás de Aquino—, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás» : en el amor llevado a su perfección conclusiva como dádiva.

Juan Pablo II ha profundizado en esta verdad, situándola en el contexto exquisitamente trinitario en el que encuentra su origen: «Ser persona —leemos ahora en la Mulieris dignitatem— significa tender a la propia realización, cosa que no puede llevar a cabo si no es «en la entrega sincera de sí mismo a los demás». A lo que se añade: «El modelo de esta interpretación de la persona es Dios mismo como Trinidad, como comunión de Personas. Decir que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de este Dios quiere decir también que el hombre está llamado a existir “para” los demás, a convertirse en un don» .

b) Persona, don, familia. Las disquisiciones anteriores permiten calibrar en toda su hondura el alcance de la pertenencia mutua de la persona y la familia. Hacen posible entender por qué y con qué fundamento allí donde existe una Realidad Personal plena, que encarna acabadamente la condición de Persona, tienen lugar las Relaciones que la configuran como Familia. Y comprender también los motivos de que entre las personas participadas, que necesitan completar su propia índole personal, la existencia de la familia represente un requisito ineludible para que se lleve a término ese cumplimiento perfectivo. Sin familia no hay persona —ser personal— ni posibilidad de crecimiento en cuanto persona.

Atendamos a la primera de estas dos afirmaciones. Considerando la cuestión en su más estricta radicalidad, la familia no solo es necesaria para que la persona se perfeccione, para que acrezca su condición personal. La familia es imprescindible, más bien, y antes, para que la persona sea, en cuanto persona: para que encarne su propio ser personal.

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