El Don de la Ciencia

Por: P. Donal Clancy, L.C. | Fuente: la-oracion.com

«En aquel momento, se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo, y dijo: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, … »» (Lc 10, 21)

Frutos del don de ciencia

Jesús nos manifiesta el don de ciencia cuando ora en el gozo del Espíritu Santo al ver volver a los setenta y dos discípulos su misión. Este don contribuye mucho a la oración, pues nos descubre la relación entre las cosas creadas y Dios.
Por la acción iluminadora del Espíritu Santo, perfecciona nuestra fe y concurre directamente a la contemplación, dándonos un conocimiento inmediato de la relación de las creaturas a Dios. Así nuestra mente descubre en la belleza e inmensidad de la creación, la presencia de la belleza, bondad y omnipotencia de Dios y se siente impulsado a traducir
este descubrimiento en alabanza, cantos, oración, acción de gracias, y exclamar: «Bendito seas, Padre, Señor del cielo y de la tierra..».

Este don también nos permite descubrir a Dios detrás de las obras humanas: «Es la sensación
que experimentamos cuando admiramos una obra de arte o cualquier maravilla que es fruto del ingenio y de la creatividad del hombre: ante todo esto el Espíritu nos conduce a alabar al Señor desde lo profundo de nuestro corazón y a reconocer, en todo lo que tenemos y somos, un don inestimable de Dios y un signo de su infinito amor por nosotros.» (Papa Francisco, 21 de mayo de 2014).

Lugares donde se manifiesta el don de ciencia

Los salmos, que por definición son oraciones inspiradas, son un constante manifestación de la acción de los dones del Espíritu Santo en los autores, y en especial del don de ciencia. También vemos esta ciencia espiritual en las parábolas de Jesucristo, al encontrar un sentido escondido en todas las realidades creadas: el agua, el pan, el vino, una piedra, los campos de labranza, el cielo, el sol, la vida, la higuera, la semilla, la tempestad. Allí se nos descubre el sentido último de las cosas materiales y de la misma vida humana: su relación ontológica con Dios, su Creador, su Padre y Redentor.

Otro efecto de este don en el alma, esencial para la oración y para abrirse a la gracia de la contemplación, es la conciencia de lo efímero de las criaturas. El hombre, iluminado por el don de ciencia, descubre al mismo tiempo la infinita distancia que separa a las cosas del Creador, su intrínseca limitación, la insidia que pueden constituir, cuando, al pecar, hace de ellas mal uso. Es un descubrimiento que le empuja a volverse con mayor ímpetu y confianza a Aquel que es el único que puede apagar plenamente la sed de infinito que le acosa. (Cfr. Juan Pablo II, 23 de abril de 1989). El libro de la Sabiduría comentaba a propósito de los ateos: «Tal vez como viven entre sus obras, se esfuerzan por conocerlas, y se dejan seducir por lo que ven. ¡Tan bellas se presentan a los ojos!» (Sab 13, 7). El creyente, a su modo, puede quedar tan cogido por las huellas de Dios, que en su oración ya no pasa más allá de ellas para quedarse sólo en el Creador. Esto constituye una advertencia para quien desea progresar en la oración contemplativa.

Cuando el alma, por ejemplo, se siente llena de paz delante un paisaje majestuoso, alabando al Creador, esa experiencia tan valiosa corre el peligro de detenerse en la belleza misma de la criatura. El don de ciencia viene en nuestra ayuda, para que el orante al final contempla no a las criaturas, sino a su Origen y Señor.

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