Oracion de curación

Por: Anonimo | Fuente: Tiempos de Fe, Anio 3 No. 13, Noviembre – Diciembre 2000

Introducción

El anhelo de felicidad, profun­damente radicado en el co­razón humano, ha sido acompañado desde siempre por el deseo de obtener la liberación de la enfermedad y de entender su sentido cuando se experimenta. Se trata de un fenómeno humano que, interesando de una manera u otra a toda persona, en­cuentra en la Iglesia una resonancia particular. En efecto, la enfermedad se entiende como medio de unión con Cristo y de purificación espiritual y, por parte de aquellos que se encuentran ante la persona enferma, como una ocasión para el ejercicio de la caridad. Pero no sólo eso, puesto que la enfer­medad, como los demás sufrimientos humanos, constituye un momento privilegiado para la oración: sea para pedir la gracia de acoger la enfermedad con fe y aceptación de la voluntad divina, sea para suplicar la curación.

La oración que implora la recupera­ción de la salud es, por lo tanto, una experiencia presente en toda época de la Iglesia, y naturalmente lo es en el momento actual. Lo que constituye un fenómeno en cierto modo nuevo es la multiplicación de encuentros de ora­ción, unidos a veces a celebraciones litúrgicas, cuya finalidad es obtener de Dios la curación, o mejor, las curacio­nes. En algunos casos, no del todo esporádicos, se proclaman curaciones realizadas, suscitándose así esperan­zas de que el mismo fenómeno se repetirá en otros encuentros semejantes. En este contexto a veces se apela a un pretendido carisma de curación.

Semejantes encuentros de oración para obtener curaciones plantean ade­más la cuestión de su justo discerni­miento desde el punto de vista litúrgi­co, con particular atención a la autori­dad eclesiástica, a la cual compete vi­gilar y dar normas oportunas para el recto desarrollo de las celebraciones litúrgicas.

Ha parecido, por tanto, oportuno publicar una Instrucción que, a norma del can. 34 del Código de Derecho Ca­nónico, sirva sobre todo para ayudar a los Ordinarios del lugar, de manera que puedan guiar mejor a los fieles en esta materia, favoreciendo cuanto hay de bueno y corrigiendo lo que se debe evitar. Era preciso, sin embargo, que las disposiciones disciplinares tuvieran con punto de referencia un marco doc­trinal bien fundado, que garantizara su justa orientación y aclarara su razón normativa. Con este fin, la Congrega­ción par la Doctrina de la Fe, simultá­neamente a la susodicha Instrucción publica una Nota doctrinal sobre la gracia de la curación y las oraciones para obtenerla.

1. ASPECTOS DOCTRINALES

Enfermedad y curación: su sentido y valor en la economía de la salvación «El hombre está llamado a la alegría, pero experimenta diariamente tantísimas formas de sufrimiento y de dolor». Por eso el Señor, al prometer la redención, anuncia el gozo del cora­zón unido a la liberación del sufrimien­to (cf. Is 30,29; 35,10; Ba 4,29). En efecto, Él es «aquel que libra de todo mal» (Sab 16, 8). Entre los sufrimien­tos, aquellos que acompañan la enfer­medad son una realidad continuamen­te presente en la historia humana, y son también parte del profundo deseo del hombre de ser liberado de todo mal. Pero la enfermedad se manifiesta con un carácter ambivalente, ya que por una parte se presenta como un mal cuya aparición en la historia está vin­culada al pecado y del cual se anhela la salvación, y por otra parte puede lle­gar a ser medio de victoria contra el pecado.

En el Antiguo Testamento, «Israel experimenta que la enfermedad, de una manera misteriosa, se vincula al pecado y al mal». Entre los castigos con los cuales Dios amenazaba al pueblo por su infidelidad, encuentran un am­plio espacio las enfermedades (cf. Dt 28, 21-22.27-29.35). El enfermo que implora de Dios la curación confiesa que ha sido justamente castigado por sus pecados (cf. Sal 37[38]; 40[41]; 106[107], 17-21).

Pero la enfermedad hiere también a los justos, y el hombre se pregunta el porqué. En el libro de Job este inte­rrogante atraviesa muchas de sus pá­ginas.

«Si es verdad que el sufrimiento tie­ne un sentido como castigo cuando está unido a la culpa, no es verdad, por el contrario, que todo sufrimiento sea consecuencia de la culpa y tenga carácter de castigo. La figura del justo Job es una prueba elocuente en el An­tiguo Testamento; si el Señor consien­te en probar a Job con el sufrimiento, lo hace para demostrar su justicia. El sufrimiento tiene carácter de prueba».

Sin embargo, es en el Nuevo Testamento donde encontramos una res­puesta plena a la pregunta de por qué la enfermedad hiere también al justo. En su actividad pública, la relación de Jesús con los enfermos no es esporá­dica, sino constante.

Él cura a muchos de manera admi­rable, hasta el punto de que las cura­ciones milagrosas caracterizan su ac­tividad: «Jesús recorría todas las ciu­dades y aldeas; enseñando en sus si­nagogas, proclamando la Buena Nue­va del Reino y sanado toda enferme­dad y toda dolencia» (Mt 9, 35; cf. 4, 23). Las curaciones son signo de su misión mesiánica (cf. Lc 7, 20-23). Ellas manifiestan la victoria del Reino de Dios sobre todo tipo de mal y se con­vierten en símbolo de la curación del hombre entero, cuerpo y alma. En efec­to, sirven para demostrar que Jesús tie­ne el poder de perdonar los pecados (cf. Mc 2, 1-12), y son signo de los bie­nes salvíficos, como la curación del paralítico de Bethesda (cf. Jn 5, 2­9.19.21) y del ciego de nacimiento (cf. Jn 9).

También la primera evangelización, según las indicaciones del Nuevo tes­tamento, fue acompañada de numero­sas curaciones prodigiosas que corro­boraban la potencia del anuncio evan­gélico. Ésta había sido la promesa he­cha por Jesús resucitado, y las prime­ras comunidades cristianas veían su cumplimiento en medio de ellas; «Estas son las señales que acompañarán a los que crean: impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien» (Mc 16, 17-18). La predica­ción de Feli­pe en Samaria fue acompañada por curaciones mila­grosas: «Felipe bajó a una ciudad de Samaria y les pre­dicaba a Cristo. La gente escuchaba con atención y con un mismo espíritu lo que decía Felipe, porque le oían y veían las señales que realizaba; pues de muchos posesos salían los espíri­tus inmundos dando grandes voces, y muchos paralíticos y cojos quedaron curados» (Hch 8, 5-7). San Pablo pre­senta su anuncio del Evangelio como caracterizado por signos y prodigios realizados con la potencia del Espíri­tu: «Pues no me atreveré a hablar de cosa alguna que Cristo no haya reali­zado por medio de mí para conseguir la obediencia de los gentiles, de pala­bra y de obra, en virtud de señales y prodigios, en virtud del Espíritu de Dios» (Rm 15, 18-19; cf. 1 Ts 1, 5; 1 Co 2, 4­-5). No es en absoluto arbitrario supo­ner que tales signos y prodigios, mani­festaciones de la potencia divina que asistía la predicación, estaban constituidos en gran parte por curaciones por­tentosas. Eran prodigios que no estaban ligados exclusivamente a la persona del Apóstol, sino que se manifes­taban también por medio de los fieles: «El que os otorga, pues, el Espíritu y obra milagros entre vosotros, ¿lo hace porque observáis la ley o porque tenéis fe en la predica­ción» (Ga 3, 5).

La victoria mesiánica sobre la en­fermedad, así como sobre otros sufri­mientos humanos, no se da solamen­te a través de su eliminación por me­dio de curaciones portentosas, sino también por medio del sufrimiento vo­luntario e inocente de Cristo en su pa­sión y dando a cada hombre la posibi­lidad de asociarse a ella. En efecto, «el mismo Cristo, que no cometió ningún pecado, sufrió en su pasión penas y tormentos de todo tipo, e hizo suyos los dolores de todos los hombres: cum­pliendo así lo que de Él había escrito el profeta Isaías (cf. Is 53, 4-5)». Pero hay más: «En la cruz de Cristo no sólo se ha cumplido la redención mediante el sufrimiento, sino que el mismo sufrimiento humano ha quedado redimido. Llevando a efecto la redención me­diante el sufrimiento, Cristo ha ele­vado juntamente el sufrimiento huma­no a nivel de redención.

La Iglesia acoge a los enfermos no solamente como objeto de su cuida­do amoroso, sino también porque re­conoce en ellos la llamada «a vivir su vocación humana y cristiana y a parti­cipar en el crecimiento del Reino de Dios con nuevas modalidades, inclu­so más valiosas. Las palabras del apóstol Pablo han de convertirse en su programa de vida y, antes todavía, son luz que hace resplandecer a sus ojos el significado de gracia de su mis­ma situación: «Completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1, 24). Precisamente ha­ciendo este descubrimiento, el após­tol alcanzó la alegría: «Ahora me ale­gro por los padecimientos que sopor­to por vosotros» (Col 1, 24)». Se trata del gozo pascual, fruto del Espíritu Santo. Y, como San Pablo, también «muchos enfermos pueden convertir­se en portadores del «gozo del Espíri­tu Santo en medio de muchas tribula­ciones» (1 Ts 1, 6) y ser testigos de la Resurrección de Jesús».

2. El deseo de curación y la oración para obtenerla

Supuesta la aceptación de la volun­tad de Dios, el deseo del enfermo de obtener la curación es bueno y profun­damente humano, especialmente cuando se traduce en la oración llena de confianza dirigida a Dios. A ésta ex­horta el Sirácida: «Hijo, en tu enferme­dad no te deprimas, sino ruega al Se­ñor, que él te curará» (Si 38, 9). Varios salmos constituyen una súplica por la curación (cf. Sal 6, 37[38]; 40[41]; 87[88]).

Durante la actividad pública de Je­sús, muchos enfermos se dirigen a Él, ya sea directamente o por medio de sus amigos o parientes, implorando la restitución de la salud. El Señor acoge estas súplicas y los Evangelios no con­tienen la mínima crítica a tales peticio­nes. El único lamento del Señor tiene qué ver con la eventual falta de fe: «¡Qué es eso de si puedes! ¡Todo es posible para quien cree!» (Mc 9, 23; cf. Mc 6, 5-6; Jn 4, 48).

No solamente es loable la oración de los fieles individuales que piden la propia curación o la de otro, sino que la Iglesia en la liturgia pide al Señor la curación de los enfermos. Ante todo, dispone de un sacramento «especial­mente destinado a reconfortar a los atri­bulados por la enfermedad: la Unción de los enfermos». «En él, por medio de la unción, acompañada por la oración de los sacerdotes, la Iglesia encomienda los enfermos al Señor sufriente y glorificado, para que les dé el alivio y la salvación». Inmediatamente antes, en la Bendición del óleo, la Iglesia pide: «infunde tu santa bendición, para que cuantos reciban la unción con este óleo sean confortados en el cuerpo, en el alma y en el espíritu, y sean liberados de todo dolor, de toda debilidad y de toda dolencia»; y más tarde, en los dos primeros formularios de oración des­pués de la unción, se pide la curación del enfermo. Ésta, puesto que el sa­cramento es prenda y promesa del reino futuro, es también anuncio de la resurrección, cuando «no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fati­gas, porque el mundo viejo ha pasa­do» (Ap 21, 4). Además, el Missale Romanum contiene una Misa pro infirmis y en ella, junto a las gracias espirituales, se pide la salud de los enfermos.

En el De benedictionibus del Rituale Romanum, existe un Ordo benedictionis infirmorum, en el cual hay varios textos eucológicos que imploran la curación: en el segundo formulario de las Preces, en las cuatro Orationes benedictionis pro adultis, en las dos Orationes benedictionis pro pueris, en la oración del Ritus brevior.

Obviamente, el recurso a la oración no excluye, sino que al contrario ani­ma a usar los medios naturales para conservar y recuperar la salud, así como también incita a los hijos de la Iglesia a cuidar a los enfermos y a llevarles­ alivio en el cuerpo y en el espíritu, tratando de vencer la enfermedad. En efecto, «es parte del plan de Dios y de su providencia que el hombre luche con todas sus fuerzas contra la enfermedad en todas sus manifestaciones, y que se emplee, por todos los medios a su alcance, para conservarse sano».

3. El carisma de la curación en el Nuevo Testamento

No solamente las curaciones prodi­giosas confirmaban la potencia del anuncio evangélico en los tiempos apostólicos, sino que el mismo Nuevo Testamento hace referencia a una ver­dadera y propia concesión hecha por Jesús a los Apóstoles y a otros prime­ros evangelizadores de un poder para curar las enfermedades. Así, en el en­vío de los Doce a su primera misión, según las narraciones de Mateo y Lucas, el Señor les concede «poder sobre los espíritus inmundos para ex­pulsarlos, y para curar toda enferme­dad y toda dolencia» (Mt 10, 1; cf, Lc 9, 1), y les da la orden: «curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios» (Mt 10, 8). También en la misión de los Setenta y dos discípulos, la orden del Señor es. «cu­rad a los enfermos que encontréis» (Lc 10, 9). El poder, por lo tanto, viene con­ferido dentro de un contexto misione­ro, no para exaltar sus personas, sino para confirmar la misión.

Los Hechos de los Apóstoles hacen referencia en general a prodigios rea­lizados por ellos: «los Apóstoles reali­zaban muchos prodigios y señales»

(Hch 2, 43; cf. 5, 12). Eran prodigios y señales, o sea, obras portentosas que manifestaban la verdad y la fuerza de su misión. Pero, aparte de estas bre­ves indicaciones genéricas, los Hechos hacen referencia sobre todo a curacio­nes milagrosas realizadas por obra de evangelizadores individuales: Esteban (cf. Hch 6, 8), Felipe (cf. Hch 8, 6-7), y sobre todo Pedro (cf. Hch 3, 1-10; 5, 15; 9, 33-34.40-41) y Pablo (cf. Hch 14, 3.8-10; 15, 12; 19, 11-12; 20, 9-10; 28, 8-9).

Tanto el final del Evangelio de Mar­cos como la carta a los Gálatas, como se ha visto más arriba, amplían la pers­pectiva y no limitan las curaciones mi­lagrosas a la actividad de los Apósto­les o de a algunos evangelizadores con un papel de relieve en la primera mi­sión. Bajo este aspecto, adquieren es­pecial importancia las referencias a los «carismas de curación» (cf. 1 Co 12, 9.28.30). El significado de carisma es, en sí mismo, muy amplio: significa «don generoso»; y en este caso se trata de «dones de curación ya obtenidos». Es­tas gracias, en plural, son atribuidas a un individuo (cf. Co 12,9); por lo tanto, no se pueden entender en sentido dis­tributivo, como si fueran curaciones que cada uno de los beneficiados ob­tiene para sí mismo, sino como un don concedido a una persona para que obtenga las gracias de curación en fa­vor de los demás. Ese don se concede in uno Spiritu, pero no se especifica cómo aquella persona obtiene las cu­raciones. No es arbitrario sobreenten­der que lo hace por medio de la ora­ción, tal vez acompañada de algún gesto simbólico.

En la Carta de Santiago se hace referencia a una intervención de la Igle­sia, por medio de los presbíteros, en favor de la salvación de los enfermos, entendida también en sentido físico. Sin embargo, no se da a entender que se trate de curaciones prodigiosas; nos encontramos en un ámbito diferente al de los «carismas de curación» de 1 Co 12, 9. «¿Está enfermo alguno entre vo­sotros?

Llame a los presbíteros de la Igle­sia, que oren sobre él y le unjan con óleo en el nombre del Señor. Y la ora­ción de la fe salvará al enfermo y el Señor lo levantará, y si hubiera come­tido pecados, le serán perdonados» (St 5, 14-15). Se trata de una acción sacramental: unción del enfermo con aceite y oración sobre él, no simple­mente «por él», como si no fuera más que una oración de intercesión o de petición; se trata más bien de una acción eficaz sobre el enfermo. Los verbos «salvará» y «levantará» no sugieren una acción dirigida exclusivamente, o sobre todo, a la curación física, pero en un cierto modo la incluyen. El pri­mero verbo, aunque en las otras oca­siones en aparece en la Carta se refie­re a la salvación espiritual (cf. 1, 21; 2, 14; 4, 12; 5, 20), en el Nuevo Testa­mento se usa también en el sentido de curar (cf. Mt 9, 21; Mc 5, 28.34; 6, 56; 10, 52; Lc 8, 48); el segundo verbo, aunque asume a veces el sentido de «resucitar» (cf. Mt 10, 8; 11, 5; 14, 2), también se usa para indicar el gesto de «levantar» a la persona postrada a causa de una enfermedad, curándola milagrosamente (cf. Mt 9, 5; Mc 1, 31; 9, 27; Hch 3, 7).

4. Las oraciones litúrgicas ni para obtener de Dios la curación en la Tradición

Los Padres de la Iglesia considera­ban algo normal que los creyentes pi­dieran a Dios no solamente la salud del alma, sino también la del cuerpo. A pro­pósito de los bienes de la vida, de la salud y de la integridad física, San Agustín escribía: «Es necesario rezar para que nos sean conservados, cuan­do se tienen, y «que nos sean concedi­dos, cuando no se tienen». El mismo Padre de la Iglesia nos ha dejado un testimonio acerca de la curación de un amigo, obtenida en su casa por medio de las oraciones de un Obispo, de un sacerdote y de algunos diáconos.

La misma orientación se observa en los ritos litúrgicos arito occidentales como orientales. En una oración des­pués de la comunión se pide que «el poder de este sacramento nos colme en el cuerpo y en el alma». En la so­lemne acción litúrgica del Viernes San­to se invita a orar a Dios Padre omni­potente para que «aleje las enfermedades conceda la salud a los enfer­mos». Ente los textos más significati­vos se señala el de la bendición del óleo para los enfermos. Aquí se pide a Dios que infunda su santa bendición «para que cuantos reciban la unción con este óleo obtengan la salud del cuerpo, del alma y del espíritu, y sean liberados de toda dolencia, debilidad y sufrimiento».

No son diferentes las expresiones que se leen en los ritos orientales de la unción de los enfermos. Recorda­mos solamente algunas entre las más significativas. En el rito bizantino, du­rante la unción del enfermo, se dice: «Padre Santo, médico de las almas y de los cuerpos, que has mandado a tu Unigénito Hijo Jesucristo a curar toda enfermedad y a librarnos de la muer­te, cura también a este siervo tuyo de la enfermedad de cuerpo y del espíritu que ahora lo aflige, por la gracia de tu Cristo». En el rito copto se invoca al Señor para que bendiga el óleo a fin de que todos aquellos que reciban la unción puedan obtener la salud del es­píritu y del cuerpo. Más adelante, du­rante la unción del enfermo, los sacer­dotes, después de haber hecho mención a Jesucristo, que fue enviado al mundo «para curar todas las enferme­dades a librar de la muerte», piden a Dios que «cure al enfermo de la dolen­cia del cuerpo y que le conceda cami­nar por la vía de la rectitud».

5. Implicaciones doctrinales del «carisma de curación» en el contexto actual

Durante los siglos de la historia de la Iglesia no han faltado santos tauma­turgos que han operado curaciones milagrosas. El fenómeno, por lo tanto, no se limita a los tiempos apostólicos; sin embargo, el llamado «carisma de curación» acerca del cual es oportuno ofrecer ahora algunas aclaraciones doctrinales, no se cuenta entre esos fenómenos taumatúrgicos. La cuestión se refiere más bien a los encuentros de oración organizados expresamen­te para obtener curaciones prodigiosas entre los enfermos participantes, o tam­bién a las oraciones de curación que se tienen al final de la comunión eucarística con el mismo propósito.

Las curaciones ligadas a lugares de oración (santuarios, recintos donde se custodian reliquias de mártires o de otros santos, etc.) han sido testimonia­das abundantemente a través de la his­toria de la iglesia. Ellas contribuyeron a popularizar, en la antigüedad y en el medioevo, las peregrinaciones a algu­nos santuarios que, también por esta razón, se hicieron famosos, como el de San Martín de Tours o la catedral de Santiago de Compostela, y tantos otros. También actualmente sucede lo mismo, como por ejemplo en Lourdes, desde hace más de un siglo. Tales cu­raciones no implican un «carisma de cu­ración», ya que no pueden atribuirse a un eventual sujeto de tal carisma, sin embargo, es necesario tener cuenta de las mismas cuando se trate de evaluar doctrinalmente los ya mencionados encuentros de oración.

Por lo que se refiere a los encuen­tros de oración con el objetivo preciso de obtener curaciones objetivo que, aunque no sea prevalente, al menos ciertamente influye en la programación de los encuentros, es oportuno distin­guir entre aquellos que pueden hacer pensar en un «carisma de curación», sea verdadero o aparente, o los otros que no tienen ninguna conexión con tal carisma. Para que puedan conside­rarse referidos a un eventual carisma, es necesario que aparezca determi­nante para la eficacia de la oración la intervención de una o más personas individuales o pertenecientes a una categoría cualificada, como, por ejem­plo, los dirigentes del grupo que pro­mueve el encuentro. Si no hay co­nexión con el «carisma de curación», obviamente, las celebraciones previs­tas en los libros litúrgicos, realizadas en el respeto de las normas litúrgicas, son lícitas, y con frecuencia oportunas, como en el caso de la Misa pro infirmis. Si no respetan las normas litúrgicas, carecen de legitimidad.

En los santuarios también son fre­cuentes otras celebraciones que por sí mismas no están orientadas específicamente a pedirle a Dios gra­cias de curaciones, y sin embargo, en la intención de los organizadores y de los participantes, tienen como parte importante de su finalidad la obtención de la curación; se realizan por esta razón celebraciones litúrgicas, como por ejemplo, la exposición de Santísimo Sacramento con la bendición, o no litúrgicas, sino de piedad popular, ani­mada por la Iglesia, como la recitación solemne del Rosario. También estas celebraciones son legítimas, siempre que no se altere su auténtico sentido. Por ejemplo, no se puede poner en pri­mer plano el deseo de obtener la curación de los enfermos, haciendo perder a la exposición de la Santísima Euca­ristía su propia finalidad; ésta, en efec­to, «lleva a los fieles a reconocer en ella la presencia admirable de Cristo y los invita a la unión de espíritu con Él, unión que encuentra su culmen en la Comunión sacramental».

El «carisma de curación» no puede ser atribuido a una determinada clase de fieles. En efecto, queda bien claro que San Pablo, cuando se refiere a los diferentes carismas en 1 Co 12, no atri­buye el don de los «carismas de curación» a un grupo particular, ya sea 6 de los apóstoles, el de los profetas, el de los maestros, el de los que gobier­nan o el de algún otro; es otra, al con­trario, la lógica la que guía su distribución: «Pero todas estas cosas las obra un mismo y único Espíritu, distribuyén­dolas a cada uno en particular según su voluntad» (1 Co 12, 11).

En consecuencia, en los encuentros de oración organizados para pedir cu­raciones, sería arbitrario atribuir un «ca­risma de curación» a una cierta cate­goría de participantes, por ejemplo, los dirigentes del grupo; no queda otra opción que la de confiar en la libérrima voluntad del Espíritu Santo, el cual dona a algunos un carisma especial de curación para manifestar la fuerza de la gracia del Resucitado. Sin embargo, ni siquiera las oraciones más in­tensas obtiene la curación de todas las enfermedades. Así, el Señor dice a San Pablo: «Mi gracia te basta, que mi fuer­za se muestra perfecta en la flaqueza» (2 Co 12, 9); y San Pablo mismo, refi­riéndose al sentido de los sufrimientos que hay que soportar, dirá «completo en mi carne lo que falta a las tribula­ciones de Cristo, en favor de su Cuer­po, que es la Iglesia» (Col 1, 24).

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