Santo Andrés (Alfredo) Bessette

Por: Antoine Marie osb | Fuente: Clairval.com

Religioso de la Congregación de Santa Cruz

Martirologio Romano: En Montreal, ciudad de la provincia de Quebec (Canadá), San Andrés (Alfredo) Bessette, religioso de la Congregación de la Santa Cruz, que trabajó incansablemente en la construcción del insigne santuario dedicado a san José que se alza en aquella ciudad ( 1937).

Fecha de canonización: 17 de octubre de 2010, durante el pontificado de S.S. Benedicto XVI

Alfredo Bessette nació el 9 de agosto de 1845 en Saint-Grégoire d´Iberville, cerca de Montreal (Canadá). Era un niño enclenque que pudo subsistir gracias a los cuidados de su madre. Sus padres eran personas muy sencillas, desprovistas de bienes terrenales pero ricos en virtudes. El señor Bessette, carpintero de oficio, era un trabajador incansable, pero muere muy pronto, al ser aplastado por un árbol que estaba cortando. Deja viuda y diez hijos, que viven en una cabaña de madera de unos siete por cinco metros. Aunque en un primer momento se siente abatida, no por ello la madre cae en el desaliento, sino que, apoyada por sus hermanos y hermanas, se dedica a educar a sus hijos. El alma de Alfredo se desarrolla en el contacto con aquella abnegada y amorosa madre, que con tanta dulzura y fe habla de Jesús, de María y de José. Pero el niño sólo tiene doce años cuando fallece la madre, agotada de vigilias y de fatigas y minada por la tuberculosis. Alfredo es acogido entonces por su tío y su tía Nadeau, que enseguida lo consideran como su propio hijo. Él, por su parte, demuestra su agradecimiento mediante una actitud de obediencia y de afecto. El sacerdote del lugar, el párroco Provençal, se percata de su pureza de sentimientos y de su caridad tan poco común; le toma un especial afecto y le prepara cuidadosamente para la primera comunión, enseñándole a invocar a san José, patrono de Canadá.

Pero el matrimonio Nadeau es pobre, de modo que, para ganarse la vida, Alfredo se pone a trabajar en casa de un zapatero. Tras contraer allí una enfermedad del estómago que le durará toda la vida, se pone al servicio de un agricultor, el señor Ouimet. Entonces empieza a imponerse una norma de vida espiritual, consistente en levantarse muy temprano para hacer el vía crucis y orar durante largo rato, en rezar el rosario varias veces al día, en conversar a menudo con san José, confiándole sus trabajos, sus penas y sus alegrías, y en entregarse a la penitencia. Tras la muerte del señor Ouimet, Alfredo es aceptado como aprendiz en casa de un herrero, con quien, a pesar de su precaria salud, consigue gran habilidad en el oficio. A la edad de veinte años, el joven viaja a los Estados Unidos y encuentra un puesto de trabajo en una hilandería. Dedicado por completo a su trabajo y servicial con todos, su conducta moral es irreprochable, a pesar del ambiente deletéreo del taller. Pero el régimen de la industria perjudica su salud y se ve obligado a abandonar la hilandería y a entrar en una granja, dónde de nuevo encuentra el trabajo al aire libre. Sin embargo, después de haber recobrado sus fuerzas, se coloca de nuevo en una hilandería.

«¡Está decidido!»

Durante aquellos años inestables en los Estados Unidos, Alfredo siente nostalgia por su país natal y mantiene contactos con el padre Provençal. En julio de 1869 recibe de él una carta que le conturba: el párroco le propone que ingrese en la vida religiosa, como un simple fraile. En realidad, la vida religiosa le atrae, pero no está seguro de que su salud le permita ser aceptado y perseverar. ¡Lo cierto es que no ha podido estabilizarse en ninguna parte! Durante seis meses, reza a san José para que le ilumine. Finalmente, un domingo de diciembre, el joven regresa a Saint-Césaire y va directamente al presbiterio, donde el viejo sacerdote le recibe con los brazos abiertos: «¿Te lo has pensado bien, Alfredo? — Señor cura, está decidido, seré religioso». Y ambos dirigen una fervorosa plegaria de agradecimiento a san José.

En el otoño de 1870, Alfredo se dirige al Noviciado de la Congregación de la Santa Cruz de Montreal. Ese instituto, entonces de reciente creación, debe su origen a un sacerdote de la diócesis de Le Mans (Francia), el padre Moreau, y cuenta entre sus miembros con sacerdotes y frailes, misioneros y docentes. Alfredo es acogido con gran bondad por el padre superior, a quien el padre Provençal había escrito en estos términos: «Le envío un santo para su comunidad». Al estar familiarizado con todo tipo de trabajos, el joven cumple de buen grado las diferentes tareas que se le encomiendan, en unión con Jesús de Nazaret y bajo la mirada de san José. El 27 de diciembre recibe el hábito y toma el nombre de fray Andrés, en memoria del padre Andrés Provençal. El nuevo fraile es nombrado portero del colegio que se encuentra junto al Noviciado.

Pero su salud se muestra tan precaria que sus superiores hablan de no admitirlo a la profesión religiosa. Un día en que monseñor Bourget, obispo de Montreal, visita el colegio, fray Andrés se arroja a sus pies para suplicarle que interceda para que le permitan profesar los votos. Le revela con sencillez su deseo de servir a Dios y a sus hermanos en las tareas oscuras y le habla de su especial devoción por san José, en honor de quien le gustaría construir un santuario en lo alto de una colina próxima. El prelado, que acaricia también en secreto la posibilidad de edificar una iglesia monumental para san José, responde con bondad: «No temas, serás admitido a la profesión». De ese modo, ante la sorpresa de sus hermanos de religión, que lo consideran un simple, hace profesión el 28 de diciembre de 1871.

Dejado en la puerta

Una vez admitido oficialmente en la congregación, fray Andrés continúa sirviendo como portero del Colegio de Nuestra Señora, cerca de Mont-Royal. Al final de su vida, dirá con humor: «Al acabar el noviciado, los superiores me dejaron en la puerta… Allí me quedé cuarenta años, sin irme». La mayor parte de sus jornadas las pasa en una consergería estrecha, con una mesa, algunas sillas y un banco como único mobiliario. Siempre está allí, atento a las necesidades de todos, sonriente y servicial. Pero su tarea no resulta fácil. Están llamando a la puerta continuamente y el fraile recibe a los visitantes, los acompaña hasta el locutorio, corre luego a buscar al religioso o al alumno correspondiente. A veces le tratan con aspereza, pues el religioso al que buscan no está disponible, y en ocasiones la visita se va dando un portazo. Semejantes disgustos le producen a veces impaciencias, de las que se arrepiente enseguida amargamente. Durante la noche, cuando cesa el ajetreo, se dedica al penoso trabajo de mantenimiento del suelo de los locutorios y de los pasillos. Hasta bien tarde está arrodillado, lavando, encerando y sacando brillo, a la luz de una vela. Una vez terminado el trabajo, se cuela en la capilla y cae de rodillas ante la estatua de san José, y después, delante del altar, se entrega a una extensa plegaria.

Fray Andrés ejerce también las tareas de lavandería, así como de enfermero y de peluquero, y además tiene tiempo de conversar amistosamente con los alumnos, ayudándoles en su vida espiritual. Cuando alguna vez consigue que le sustituyan en la portería, su mayor alegría consiste en trepar por entre las zarzas hacia la cercana colina de Mont-Royal, donde, en medio de una profunda oración, se entrega en lo más hondo de su corazón a un diálogo secreto con san José. Después de bajar del montículo, reanuda su trabajo con gran fidelidad a su deber de estado, como si nada. Su humildad consiste en aceptar estar donde Dios lo ha situado, cumpliendo con su banal tarea, a imitación de san José.

«San José –decía el papa Pablo VI– se nos presenta bajo las apariencias más insospechadas. Podríamos imaginárnoslo como un hombre poderoso o como un profeta… Pero no, se trata de alguien de lo más normal, modesto y humilde… Nos encontramos en el umbral de una paupérrima tienda artesanal de Nazaret. Estamos ante José, que si bien es verdad que pertenece al linaje de David, ello no supone ningún título ni motivo de gloria… Sin embargo, en nuestro humilde y modesto personaje podemos adivinar una asombrosa docilidad, una prontitud extraordinaria de obediencia y de ejecución. Él no discute, no duda, no esgrime derechos o aspiraciones… Su cometido consiste en educar al Mesías para el trabajo y para las experiencias de la vida. Él lo protegerá y tendrá la sublime prerrogativa –nada menos– que de tener que guiar, dirigir y ayudar al Redentor del mundo… ».

«De ese modo, los grandes designios de Dios, las empresas providenciales que el Señor propone a los destinos de los hombres pueden coexistir con las condiciones más habituales de la vida y apoyarse en ellas. Nadie queda excluido de la posibilidad de cumplir, y a la perfección, el anhelo divino… Ninguna vida resulta banal, mezquina, despreciable u olvidada. Por el hecho mismo de respirar y de movernos en el mundo, somos seres predestinados a algo grande: al Reino de Dios, a las invitaciones de Dios, a la conversación con Él, a la vida y a la sublimación con Él, hasta hacernos «partícipes de la naturaleza divina» (cf. 2 P 1, 4)… Quien sabe cumplir con los deberes de su estado, confiere a toda su actividad una grandeza incomparable» (19 de marzo de 1968).

Vida ordinaria pero favor extraordinario

Aquí en la tierra San José llevó una vida de lo más ordinaria, pero, ya en el Cielo, consigue gracias abundantes para quienes confían en él. Después de unos quince años de vida religiosa oscura y laboriosa, fray Andrés recibe del padre putativo de Jesús la gracia de hacer milagros. La divina Sabiduría se complace de ese modo en dejar constancia de una parte de su poder a un instrumento humilde y dócil, para el mayor beneficio de los hombres. Consciente de su debilidad, fray Andrés, lejos de vanagloriarse del don recibido, repite sin cesar que no es sino el agente de san José, sólo eso. «Lo que yo pueda hacer de prodigioso —asegura— es un simple favor que Dios concede para que el mundo abra los ojos. ¡Pero, por desgracia, el mundo permanece ciego!».

Una noche, mientras se encuentra junto a un alumno enfermo de difteria, fray Andrés recibe una inspiración: sin hacer ruido, baja hasta la capilla, toma una medalla de san José y vuelve a subir. «Hermano, ¿por qué me ha dejado solo? Estoy sufriendo mucho. — Ya no vas a sufrir más», contesta el religioso mientras se pone a frotar con la medalla el cuello del joven, a la vez que reza a san José. Después, el enfermo se adormece. Al alba, se despierta y exclama: «¡Hermano, estoy curado!». Efectivamente, durante la mañana se dan cuenta de que no queda rastro de la enfermedad. Algún tiempo después, fray Andrés visita al procurador del colegio, quien le dice: «Hace ya un mes que tengo una herida en la pierna que no consigue curarse. La llaga tiene mal aspecto, y estoy preocupado al pensar en todo el trabajo que me queda por hacer en el despacho. — Haga una novena al padre adoptivo del Divino Maestro; sólo nueve días nos separan de su festividad. — O sea, que espera usted un milagro. — ¡Pues claro!». Llegado el día de san José, la llaga ha desaparecido por completo; ante el asombro de todos, el procurador baja a la capilla.

¡Déjelo actuar!

La noticia de los primeros milagros de fray Andrés se difunde por toda la ciudad, y los enfermos empiezan a acudir con la esperanza de ser curados. La afluencia alcanza enseguida tales dimensiones que el superior se conmueve y asigna a fray Andrés un local abandonado y miserable para que pueda recibirlos. Pero, deseoso de que esa acogida de enfermos cese, acude a hablar con el obispo de Montreal. El prelado le pregunta: «Si le dijera a fray Andrés que dejara de recibir a los enfermos, ¿cree que lo haría? – ¡Desde luego! – Entonces, déjelo actuar. Si la obra que está llevando a cabo procede de Dios, seguirá progresando; en caso contrario, ella misma se desmoronará». Así pues, el desfile de enfermos continúa. Si bien cura los cuerpos, el fraile pone cuidado sobre todo en la salvación de las almas. A un enfermo que acude a verlo, le dice: «Si quiere que san José le cure, abandone a la mujer con quien vive en fornicación y vuelva a visitarme». Y a otro, le dice: «Vaya a confesarse y empiece una novena a san José. – ¿A confesarme? ¡Si hace veinte años que no lo hago! ¡Le prometo que me confesaré!». Y la curación se produce enseguida.

A pesar de los dones extraordinarios y de su buen humor habitual, fray Andrés posee un temperamento nervioso e irascible. En ocasiones se deja llevar por los arrebatos y despide a los visitantes con frases desconsideradas o con comentarios ásperos, sobre todo si le tratan como a un santo, o en sus relaciones con enfermos irreligiosos o de malas costumbres. Una tarde, alguien le comenta: «San José está sordo ante nuestras plegarias. Al menos usted nos concede todo tipo de favores. — ¿Cómo se atreve a pronunciar palabras tan ofensivas hacia san José?», replica con gran disgusto; y en medio de los excesos de su indignación, desaparece del lugar y se va a acostarse. Consciente de sus imperfecciones, acostumbra a pedir a sus amigos: «¡Rezad por mi conversión!». En efecto, los santos deben luchar sin descanso contra las imperfecciones de su naturaleza, y es precisamente esa lucha en todo momento lo que caracteriza la santidad.

El jueves, fray Andrés se lleva consigo a algunos alumnos, e incluso a profesores, a Mont-Royal. Poco a poco, va tomando cuerpo el proyecto de edificar un oratorio en la ladera de la montaña. En julio de 1896, se adquieren los terrenos y es colocada una estatua de san José en la cavidad de una roca, donde, mientras dure el buen tiempo, fray Andrés recibirá en adelante a los enfermos. Muy pronto se eleva una capilla: «el Oratorio». En la época de las vacaciones, fray Andrés está siempre allí, llegando muy temprano y no regresando hasta la noche, ya que sus superiores le dejan ahora total libertad de acción.

Un vil instrumento

A partir de 1908, fray Andrés vive permanentemente en el Oratorio, instalado en lo alto de la capilla, donde le han acondicionado una habitación y un despacho caldeados por una estufa. Allí recibe a toda clase de personas, incluso a altos dignatarios de la Iglesia, que acuden a pedirle su intercesión. «No tengo poder alguno —les dice el humilde fraile. Nada de lo que hago en las curaciones procede de mí, sino que todo viene de san José, que consigue esas gracias excepcionales de Dios. Soy únicamente un vil instrumento del que se sirve el patrono de la Iglesia para realizar prodigios, para suscitar conversiones y progresos en la perfección cristiana». Más que las curaciones, lo que le importa es la repercusión espiritual de los milagros en las almas. Todos los días está al acecho para arrancarle pecadores al demonio, pero éste no se priva en absoluto de hacerle notar su presencia, turbando en más de una ocasión al fraile mediante ruidos de vajilla rota; y también a veces se oye a fray Andrés, cuando está solo en su habitación, expresándose con vehemencia contra un personaje misterioso.

En 1912, como quiera que algunas peregrinaciones consiguen reunir a más de diez mil personas, se toma la decisión de ampliar la capilla, y muy pronto el arzobispo de Montreal considera la posibilidad de construir una basílica en honor de san José. Fray Andrés está lleno de gozo. En primer lugar se construye una cripta espaciosa, cerca de la cual se habilita un convento para los religiosos de «Santa Cruz», que se encargarán del servicio del santuario. Existen además amplias terrazas y jardines que permiten recibir a las multitudes. Fray Andrés prevé un gran movimiento de adoración de Dios, así como la conversión en masa de los pecadores, pero todavía queda pendiente conseguir el dinero necesario para la construcción de la basílica. Para lograr ese objetivo, se crea una revista, «Los Anales de san José», y después una «Cofradía de san José», que enseguida consigue reunir a más de treinta mil afiliados; finalmente, un grupo de adeptos se dedica a cosechar fondos en los Estados Unidos.

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