Un secreto

Por: Marcelino de Andrés | Fuente: Catholic.net

A punto estamos de alcanzar la cima. No te impacientes. Nuestra expedición ya toca su fin. Sólo me queda revelarte un secreto.

Creo que te interesa…

Amar, ¿el qué?

Hemos apreciado la necesidad del amor y de las cualidades con que conviene abonarlo para que de él germine una felicidad como la estamos buscando. Pero todo amor es amor a algo o a alguien. Por ello, el objeto de nuestro amor (aquel bien que queremos) juega también un papel primordial que influye determinantemente en la felicidad que nos invade al amarlo y poseerlo.

Por ejemplo: el gozo que experimentamos al contar con un amigo sincero aventaja en mucho a la dicha que nos acompaña después de aprobar un examen parcial de bachillerato

Así como no tiene parangón la alegría profunda de haber conseguido por fin un puesto de trabajo, con la pequeña satisfacción de encontrar la solución a un problema de matemáticas.

No sólo el grado de amor condiciona la felicidad resultante; también lo hace el valor del bien al que va dirigido el amor.

Nuestra capacidad de amar (lo mismo que nuestra capacidad de conocer) está abierta a todo, es ilimitada. Tú y yo siempre podremos conocer y amar más cosas y a más personas.

El conocimiento y el amor no ocupan espacio en nosotros. Muy diverso es lo que nos ocurre, por ejemplo, con la comida. Al comer, puede llegar un momento en el que estemos saturados y ya no nos entre ni un bocado más. Con el amor y el conocimiento no puede nunca pasarnos lo mismo. No se nos hincha el cerebro al conocer o el corazón al amar.

Por eso digo que nuestra capacidad de amar es ilimitada. De aquí se desprende, por una parte, que podamos amar sin límites y dirigir nuestro amor a todo; y por otra, que seamos capaces de conquistar una felicidad igualmente ilimitada.

Resumiendo en pocas y más sencillas palabras: cada bien que amemos logrará satisfacer, sólo en cierta medida, nuestra capacidad de amar y con ella nuestra capacidad de felicidad. Y esa medida será siempre directamente proporcional no únicamente a la calidad del amor, sino además a la valía, grandeza y consistencia de aquello que amemos.

Si te empeñas en amar algo baladí, efímero e inconsistente, de ese estilo será la felicidad que obtendrás al conseguirlo.

Cuanto más grande y valioso, cuanto más sublime y duradero sea el objeto de tu amor, tanto más grande y valiosa, sublime y duradera será tu felicidad al alcanzarlo y amarlo. Y precisamente por esto en el objeto del amor se esconde nuestro secreto.

Un pergamino

Imagina que estoy poniendo ahora en tus manos un pergamino sellado. En él está encerrado el secreto que te prometí y que ya se ha ido delineando a lo largo de los párrafos anteriores.

Sólo tienes que hacer tres cosas para hacerte sabedor del mismo y apto para practicarlo en tu vida: romper el sello, leer su contenido y poner manos a la obra.

Romper el sello significa un nuevo y -quién sabe si no- pequeño esfuerzo de tu parte (…una prueba más para demostrar tu valentía). Se trata de que eches una ojeada a tu interior. Comprueba si tu amor está ahora sinceramente abierto, sin barreras y dispuesto a todo.

Sólo así estarás en grado de amar de veras y de poseer aquel bien que descubrirás como el único capaz de colmar toda la capacidad de tu amor y de tu felicidad. Aquel bien que amado generosamente, será el único fundamento plenamente seguro para tu gozo auténtico. El único capaz de dar verdadera consistencia y solidez a cualquier otro cimiento sobre el que decidas afianzar tu dicha.

Si encuentras tu intimidad en esas disposiciones -que así lo espero de ti- te auguro de gran provecho lo que sigue.

El Sumo Bien

Recuerdas que definimos la felicidad como «el gozo (o placer) en la posesión y amor de un bien querido», como ese suspenderse en la fruición o deleite que se apodera de nosotros cuando adquirimos aquello que tanto anhelábamos. Pues, bien, si -como ya hemos analizado- la felicidad se halla en estrecha dependencia con el amor y el bien al que va encaminado, en una sana lógica habrá que concluir que la felicidad más grande será aquella que brote de un amor sin límites hacia el mayor bien que pueda haber.

Ahora bien. De entre todos los bienes, sobresale uno que excede en valor, en riqueza, en bondad, en duración…, en fin, en todo y a todos los demás. Aquel bien superior en todo, a todos y en toda medida, nosotros lo llamamos Dios, el Sumo Bien.

Quién o qué cosa mayor que Dios, de cuyas manos salió el universo entero. Quién más sabio y mejor dotado, siendo Él la perfección misma y el único omnisciente.

Quién más poderoso y de mayor duración si sólo Él lo puede todo y es el único que no tuvo principio ni tendrá jamás fin.

Sólo un bien de esta categoría (y sólo puede haber uno) está a la altura de llenar y colmar por completo y para siempre nuestra capacidad de amar. Porque una capacidad infinita de amar -como la nuestra- tan sólo puede saciarse con un bien igualmente infinito. «Quien a Dios tiene, nada le falta, sólo Dios basta», decía con acierto Santa Teresa.

A esta luz comprenderás mejor porqué incluí entre los «caminos inseguros» ciertas amistades. Tu dicha o gozo en el amor no depende sólo de lo mucho y muy intensamente que ames a alguien. Si ese alguien es limitado, mortal y pasajero, también lo será la felicidad que brote de ese amor, si sólo en él la asientas.

Por eso trata de hacer que tal amor por alguien esté sostenido y comprendido dentro de tu amor a Dios. Así, la dicha que brote de esa amistad permanecerá sostenida por la felicidad verdadera que mana precisamente de tu mismo amor a Dios.

Únicamente amando sin límites a Dios, el Sumo Bien, llegaremos a la felicidad suma.

Porque el máximo grado de amor hacia el mayor de todos los bienes garantiza la máxima felicidad. De aquí se desprende ya, como fruto maduro, el gran secreto.

¿Sigues bien dispuesto…? Pues, ¡adelante…! ¡Rompe el sello!

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