La mision de la Iglesia

Nacida del amor del Padre Eterno, fundada en el tiempo por Cristo Redentor, reunida en el Espíritu Santo, la Iglesia tiene una finalidad escatológica y de salvación, que sólo en el mundo futuro podrá alcanzar plenamente.

Está presente ya aquí en la tierra, formada por hombres, es decir, por miembros de la ciudad terrena que tienen la vocación de formar en la propia historia del género humano la familia de los hijos de Dios, que ha de ir aumentando sin cesar hasta la venida del Señor.

Unida ciertamente por razones de los bienes eternos y enriquecida por ellos, esta familia ha sido «constituida y organizada por Cristo como sociedad en este mundo» (cf. Efe 1, 3; 5, 6, 13-14, 23) y está dotada de «los medios adecuados propios de una unión visible y social». De esta forma, la Iglesia, «entidad social visible y comunidad espiritual» (LG, n. 8), avanza juntamente con toda la humanidad, experimenta la suerte terrena del mundo, y su razón de ser es actuar como fermento y como alma de la sociedad, que debe renovarse en Cristo y transformarse en familia de Dios.

(Gaudium et Spes, n. 40)

La enseñanza y la difusión de esta doctrina social forma parte de la misión evangelizadora de la Iglesia. Y como se trata de una doctrina que debe orientar la conducta de las personas, tiene como Artículo Uno La Naturaleza de la Enseñanza Social de la Iglesia consecuencia el «compromiso por la justicia» según la función, vocación, y circunstancias de cada uno. Al ejercicio de este ministerio de evangelización en el campo social, que es un aspecto de las función profetíca de la Iglesia, per- tenece también la denuncia de los males y de las injusticias. Pero conviene aclarar que el anuncio es siempre mas importante que la denuncia, y que ésta no puede prescindir de aquél, que le brinda su verdadera consistencia y la fuerza de su motivación más alta.

(Sollicitudo Rei Socialis, n. 41)

Confesamos que el Reino de Dios iniciado aquí abajo en la Iglesia de Cristo no es de este mundo, cuya figura pasa, y que su crecimiento propio no puede confundirse con el progreso de la civilización, de la ciencia o de la técnia humanas, sino que consiste en conocer cada vez más profundamente las riquezas insondables de Cristo, en esperar cada vez con más fuerza los bienes eternos, en corresponder cada vez más ardientemente al Amor de Dios, en dispensar cada vez más abundantemente la gracia y la santidad entre los hombres. Es este mismo amor el que impulsa a la Iglesia a preocuparse constantemente del verdadero bien temporal de los hombres. Sin cesar de recordar a sus hijos que ellos no tienen una morada permanente en este mundo, los alienta también, en conformidad con la vocación y los medios de cada uno, a contribuir al bien de su ciudad terrenal, a promover la justicia, la paz y la fraternidad entre los hombres, a prodigar ayuda a sus hermanos, en particular a los más pobres y desgraciados (Pablo VI, Credo del pueblo de Dios, n. 27).

(Libertatis Nuntius, Conclusión)

Como a la Iglesia se ha confiado la manifestación del misterio de Dios, que es el fin último del hombre, la Iglesia descubre con ello al hombre el sentido de la propia existencia, es decir, la verdad más profunda acerca del ser humano. Bien sabe la Iglesia que sólo Dios, al que ella sirve, responde a las aspiraciones más profundas del corazón humano, el cual nunca se sacia plenamente con solos los alimentos terrenos.

(Gaudium et Spes, n. 41)

Por eso la Iglesia, enriquecida con los dones de su Fundador, observando fielmente sus preceptos de caridad, de humildad y de abnegación, recibe la misión de anunciar el Reino de Cristo y de Dios, de establecerlo en medio de todas las gentes, y constituye en la tierra el germen y el principio de este Reino. Ella en tanto, mientras va creciendo poco a poco, anhela el Reino consumado, espera con todas sus fuerzas, y desea ardientemente unirse con su Rey en la gloria.

(Lumen Gentium, n. 5)

La Iglesia, como sabemos, no existe aislada del mundo. Vive en el mundo y sus miembros, por consiguiente, se ven influenciados y guiados por el mundo. Ellos respiran su cultura, están sujetos a sus leyes y adoptan sus costumbres. El íntimo contacto con el mundo, es con frecuencia objeto de problemas para la Iglesia, y en el tiempo presente, estos problemas son extremadamente agudos. La vida cristiana, motivada y preservada por la Iglesia, debe cuidarse de todo cuanto pueda ser motivo de engaño, contaminación o restricción de su libertad. Y debe cuidarse como si buscase inmunizarse del contagio del error y del mal. Por otro lado, la vida cristiana debe no sólo adaptarse a las formas de pensamiento y de conducta que el ambiente temporal le ofrece y le impone cuando sean compatibles con las exigencias esenciales de su programa religioso o moral, sino que debe procurar acercarse a él, purificarlo, ennoblecerlo, vivificarlo, santificarlo.

(Ecclesiam Suam, n. 37)

La Iglesia ofrece a los hombres el Evangelio, documento profético, que responde a las exigencias y aspiraciones del corazón humano y que es siempre «Buena Nueva». La Iglesia no puede dejar de proclamar que Jesús vino a revelar el rostro de Dios y alcanzar, mediante la cruz y la resurrección, la salvación para todos los hombres.

(Redemptoris Missio, n. 11)

Todo lo que es humano nos pertenece. Tenemos en común con toda la humanidad la naturaleza, es decir, la vida con todos sus dones, con todos sus problemas. Estamos prontos a compartir esta primera universalidad, a aceptar las exigencias profundas de sus fundamentales necesidades, a aplaudir las afirmaciones nuevas y a veces sublimes de su genio. Y tenemos verdades morales, vitales, que hay que poner de relieve y que hay que corroborar en la conciencia humana, para todos beneficiosas. Dondequiera que el hombre busca comprenderse a sí mismo y al mundo, podemos nosotros unirnos a él.

(Ecclesiam Suam, n. 91)

 

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