Por: Monseñor Antonio González | Fuente: Conoze.com
Uno de los rasgos más sobresalientes de nuestra época consiste en poner en tela de juicio y en subvertir todos los valores tradicionales. Intentar hablar, en ciertos ambientes, de la verdad, la sabiduría o la virtud es considerado como un anacronismo. Sólo la sinceridad escapa a este naufragio universal; es el último valor aún admitido, el que permite todos los demás y ocupa el lugar de ellos.
No estoy seguro de que todos estos campeones de la sinceridad sean sinceros. La inconveniencia ha entrado en las convenciones, por lo tanto el exhibicionismo obsceno, como los actos o relatos de violencia, aseguran el éxito; la hipocresía puede muy bien consistir en fingir las peores audacias al igual que antes consistía en salvar las apariencias de la moralidad y del «buen tono».
El hombre sincero es el que expresa con verdad lo que piensa y siente. Esta definición del diccionario prueba que la sinceridad absoluta no existe. Si cada uno se dedicara a exteriorizar, con palabras y con actos todo lo que piensa y siente, ninguna vida humana sería posible. Los ejemplos abundan: ¿es sincero quien, bajo un bombardeo, temblando todos sus miembros, se esfuerza por no traslucir sus emociones y anima y tranquiliza a los otros? ¿No soy sincero cuando voy a trabajar y tengo, en un hermoso día, unas ganas inmensas de pasearme por el campo? ¿Y si al discutir con alguien que mantiene tesis absurdas, domino mi irritación, y sin romper la conversación continúo con calma, tratando de enseñarle a razonar? Solamente los animales y los niños muy pequeños son total y continuamente sinceros: gritan, golpean, comen o se niegan a comer siguiendo el impulso del momento.
Pero volvamos a los ejemplos citados: cuando el miedo se apodera de mí, ¿dónde está la verdad más profunda? ¿en mi cuerpo que tiembla o en mi espíritu que no cede ante el temblor?
Cuando trabajo, en vez de pasearme… ¿la sinceridad está en mi pereza o en mi fidelidad al deber de estado? Y finalmente, ¿dónde está mi verdad más profunda? ¿en mi irritación espontánea o en mi deseo de benevolencia hacia otras personas? Soy menos sincero en relación con mis emociones pero soy mas auténtico con relación a mis deberes. Enseño menos lo que soy, pero me acerco más a lo que debo ser.
Si se hace de la sinceridad, a cualquier nivel y a cualquier precio, un valor absoluto, se minan todas las virtudes sobre las que reposa el edificio individual y social: dominio de uno mismo, disciplina interior y exterior, pudor, etc. y la única verdad que permanece es el del caos…