Los grandes enemigos de mi santidad: mundo, demonio y carne

Por: P. Antonio Rivero, L.C. | Fuente: Catholic.net

LA SANTIDAD AMENAZADA

Los grandes enemigos de mi santidad: mundo, demonio y carne

 

La santidad es el quehacer de todo cristiano aquí en la vida. Contamos con la gracia de Dios para lograr este objetivo, como ya vimos.

Pero la santidad no es fácil. Nunca lo ha sido y nunca lo será. Hay que luchar, porque estamos rodeados de tres grandes enemigos: mundo, demonio y carne. Ahora nos toca explicar las amenazas contra la santidad: el mundo, el demonio y nosotros mismos.

 
I.         EL MUNDO

 

Existencia del mundo

 

El mundo no es el conjunto de personas que viven en el mundo, ni en la naturaleza ni todas las cosas bellas creadas por Dios para el hombre. Es, en pocas palabras, el ambiente anticristiano que se respira en nuestra época, gentes olvidadas de Dios y entregadas por completo a las cosas y placeres de la tierra. El mundo que entra en las familias cristianas y en las comunidades; ambiente hostil que nos seduce y nos aleja de Dios.

 

Sus tácticas

 

  1. Nos seduce con sus máximas o valores que se oponen a los valores del Evangelio. Alaba a los ricos, a los fuertes y aun a los violentos y ambiciosos; predica en voz alta el amor al placer sin medida. Nos seduce con la ostentación de vanidades y placeres: reuniones mundanas donde se da paso a la curiosidad, sensualidad y aun a la voluptuosidad. Se hace atractivo el vicio bajo el aspecto de diversiones, representaciones teatrales, espectáculos, televisión, etc.

 

  1. Nos aleja de Dios con los malos ejemplos. Al ver esa apariencia de felicidad y de buena vida, nos puede convencer que lo que no es bueno, aparece como lo exitoso.

 

  1. Cuando el mundo no puede seducirnos intenta atemorizarnos, unas veces por medio de una verdadera persecución organizada contra los fieles creyentes; otras veces, por amenazas induciendo a los cristianos practicantes a no cumplir con sus obligaciones. Es fácil sucumbir a la seducción del mundo ya que el mundo tiene un importante aliado en nuestro propio corazón y el deseo de ocupar puestos importantes, tener riquezas y huir de la cruz.

 

Remedios

 

Para vencer a la seducción del mundo, es necesario mirar de frente hacia la eternidad y considerar el mundo a la luz de la fe. Siendo el mundo contrario y enemigo de Jesucristo, tenemos que ir contra sus criterios. No podemos servir a dos señores y nuestra opción debe ser siempre Cristo

 

Leamos una y otra vez el Evangelio, convencidos de que es la palabra de Jesucristo y que por Él recibiremos la gracia necesaria para ponerlo en práctica. Huyamos de las ocasiones peligrosas, recordando que vivimos en el mundo, pero no según el espíritu del mundo. En el mundo debemos ser testigos de Cristo y cumplir la voluntad de Dios en nuestras vidas; practicar las bienaventuranzas y hacer apostolado. Estamos llamados a ser luz del mundo y sal de la tierra.  Estamos llamados a ser santos.

 

II.        EL DEMONIO

 

Existencia

 

Vimos cómo el demonio incitó a nuestros primeros padres al pecado y salió triunfante, inoculando su mentira y su soberbia. A partir de entonces, no ha dejado de poner tentaciones a los hombres y mujeres, como dice el Apocalipsis: “El dragón se irritó contra la mujer, y se fue a hacer la guerra al resto de su descendencia, a los que guardan los mandamientos de Dios y son fieles testigos de Jesucristo” (12, 17).  El resto de esa descendencia somos los cristianos.

 

Su táctica

 

El demonio no puede obrar sobre nuestras facultades superiores que son el entendimiento y la voluntad, las cuales Dios reservó para sí como santuario suyo. Sólo Dios puede entrar hasta el fondo de nuestra alma y mover los resortes de nuestra voluntad sin hacernos violencia.

 

Pero el demonio puede obrar directamente sobre el cuerpo, sobre los sentidos externos e internos, en especial sobre la memoria y la imaginación, así como sobre las pasiones que tienen su asiento en el apetito sensitivo; y de esta manera obra indirectamente sobre la voluntad, cuyo consentimiento solicita por medio de los diversos movimientos de la sensualidad. Sin embargo, como advierte santo Tomás: “Siempre queda la voluntad libre para consentir o rechazar”.

 

Aunque el poder del demonio se extiende a las facultades sensibles y al cuerpo, se halla limitado por Dios; así pues quien confía humildemente en Él, puede estar seguro de la victoria, pues nadie es tentado más allá de sus fuerzas.

 

Remedios

 

Tres son los principales remedios contra el demonio: oración humilde y confiada para poner de nuestra parte a Dios y a los ángeles buenos; vida de sacramentos; y absoluto desprecio al demonio.

 

 

III.      CARNE O CONCUPISCENCIA

 

Concupiscencia de la carne: la concupiscencia es un enemigo interior que llevamos siempre en nosotros mismos. La concupiscencia de la carne es el amor desordenado de los placeres de los sentidos.

 

  1. El placer no es malo de suyo. Dios permite el placer ordenándole a un fin superior que es el bien honesto. Junta el placer con ciertos actos buenos, para que se nos hagan más fáciles y para atraernos así al cumplimiento de nuestros deberes. Gustar del placer con moderación y ordenándole a su fin propio, que es el bien moral y sobrenatural, no es un mal, sino un acto bueno; porque tiende a un fin bueno que, en última instancia es Dios mismo. Pero si deseamos el placer independientemente del fin que lo hace lícito, si lo buscamos como fin y no como medio, se convierte en un mal. Si obramos sólo por placer, perderemos fácilmente los límites y caemos en el desorden; de ahí, por ejemplo, los excesos en el comer o en el beber o el placer sensual repartido en todo el cuerpo (vista, oído, tacto, etc.).

 

  1. Remedio: La mortificación de los sentidos. Los que son de Cristo, tienen crucificada su propia carne con los vicios y pasiones (cf. Gál 5, 24). Debemos atar y dominar interiormente todos los deseos impuros y desordenados que sentimos en nosotros. Cuidar nuestros sentidos externos que nos ponen en relación con las cosas de fuera y pueden en un momento incitarnos al mal. El sacramento del bautismo nos hace morir al pecado y nos incorpora a Cristo, con lo cual quedamos obligados a practicar la mortificación (cfr. Filip 1, 18).

 

Concupiscencia de los ojos

 

a) Comprende dos cosas: curiosidad malsana y el amor desordenado de los bienes de la tierra. La primera comprende el deseo inmoderado de ver, de oír, de saber lo que pasa en el mundo, no para sacar provecho espiritual, sino como una frivolidad. Comprende, también, el deseo de experimentar las falsas ciencias adivinatorias, por las que intentamos conocer las cosas secretas o futuras, cuyo conocimiento ha sido reservado a Dios. Por último abarca también esa inclinación desmedida por las ciencias verdaderas o útiles, cuando por ellas descuidamos nuestros deberes (vicio por la lectura, la televisión, o las diversiones, etc.).

 

El segundo aspecto es el amor desordenado del dinero, si lo consideramos como instrumento para adquirir placer o poder, o si nos aficionamos a él para tenerlo, poseerlo o sentar ahí nuestra seguridad. En ambos casos, nos exponemos a cometer muchos pecados porque el deseo inmoderado de riquezas es fuente de muchas injusticias y fraudes. Hacemos de los bienes terrenales un fin y no un medio.

 

b) Remedio: para combatir esa curiosidad malsana debemos tener presente que las cosas perecederas que tanto nos llaman la atención no lo merecen, por ser nosotros inmortales. Este mundo va a pasar y sólo una cosa permanece: Dios y el cielo, que es la eterna posesión de Dios. Somos administradores de los bienes temporales y tendremos que dar cuenta del uso que hicimos de ellas (cf. Lc 16,2). Nos deben interesar los acontecimientos terrenos, pasados y presentes, pero sólo en tanto este conocimiento pueda ser puesto al servicio de Dios, pero nuestro fin es eterno. Lo terreno es un medio para llegar a Dios y no un fin en sí mismo.

 

Recordemos el sermón de la montaña: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos”. Despegar nuestro corazón de los bienes terrenales para elevarlo a Dios.

 

Soberbia de la vida

 

a) El hombre se deja llevar por el exceso de amor propio y se considera dios de sí mismo; olvida que Dios es su principio y su último fin; hace un excesivo aprecio de sí mismo, y ve sus cualidades (verdaderas o falsas) como si fueran suyas en lugar de referirlas a su Creador. Cae en un afán de independencia que le impulsa a sustraerse de la voluntad de Dios o de sus representantes. El egoísmo lo mueve a trabajar sólo para sí, la vana complacencia se deleita en la propia excelencia y no cuenta con Dios, autor de todo bien, que se complace con las buenas obras de sus creaturas.

 

A la soberbia se junto la vanidad, por la que procuramos desordenadamente la estima de los demás, su aprobación y sus alabanzas. Nace la envidia que se deriva en jactancia, inclinación a hablar de sí mismo y de los méritos propios; de la ostentación, procurando llamar la atención de los demás con el lujo; o hipocresía, fingiendo virtud, que no nos preocupamos por adquirir. La soberbia es el más terrible enemigo de la santidad, porque pretende robar a Dios la gloria y Dios no se puede convertir en nuestro cómplice. La soberbia es fuente de innumerables pecados como la presunción, el desaliento o la simulación.

 

b) Remedio: Debemos referir todo a Dios, reconociéndolo autor de todo bien y que por ser principio de nuestros actos, debe ser su último bien. Dice san Pablo: “¿Qué tienes que no lo hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?” (1 Cor 4, 7). Todas nuestras obras deben ser para gloria de Dios, y debemos hacerlas en su nombre. Debemos recordar que nosotros no somos nada y que las cualidades que tenemos proceden de Dios y a Él tienen que dar gloria.

 

CONCLUSIÓN

 

La vida cristiana es una lucha constante que después de diversas alternativas termina con la muerte. Lucha de capital importancia porque en ella nos va la vida eterna. Hay en nosotros dos hombres, el hombre nuevo regenerado por Cristo, con nobles inclinaciones gracias al Espíritu Santo, pero jamás podremos despojarnos por entero del hombre viejo con su triple concupiscencia.

 

Estos dos hombres están en pugna, en lucha. El buen éxito lo deberemos a la gracia de Dios, correspondida por nuestra buena voluntad; pero hemos de tener presente que todas cuantas gracias se nos conceden, son gracias de combate, no de descanso; nuestro esfuerzo es indispensable para perfeccionar en nosotros la vida cristiana y conseguir muchos méritos.

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